Me piden que cambie de voz al escribir. Se trata de construir un relato en segunda persona. El discurso ha de ir dirigido, pues, a alguien, a un tú determinado. No es válido acudir al fácil recurso de la carta. No. El texto se debe justificar por su mismo contenido.
La voz debe sonar natural, quizá con matices afectivos (enfado, reproche, cariño...) y tiene que ser verosímil el hecho de estar dirigido a determinada persona. Al estar expuesto en segunda persona, el discurso se ha de aproximar al lenguaje oral, aunque no tanto como para que se convierta en un diálogo.
Esto último, lo del lenguaje oral, no creo haberlo conseguido. En realidad, con tanto calor, las hormonas y un poco de escritura automática, los matices, más que afectivos han resultado freudianos. Vamos, que al final he escrito lo que me ha dado la gana.
De todos modos, por favor, que nadie se me enfade: sé que es un relato políticamente poco correcto. Pero es una mera ensoñación. Digo esto porque en el curso de escritura creativa ya he tenido varias respuestas femeninas un poco ofendidas. Nada más lejos de mi intención.
Ideas y cremalleras
Trato de abrochar la cremallera de tu abrigo, pero el engranaje está atascado y yo tengo frío, no tanto como tú, pero también estoy temblando. Lo intento una vez más, juntando las dos piezas de abajo con obligada torpeza. Pero cuando voy a subir me topo con una barrera insuperable. Siento que por más fuerza que haga ese cierre no subirá nunca. Otra cosa es que tuviese que bajar.
Quiero subírtela, porque cuando lleguemos a la habitación del hotel pienso bajártela. Pienso acariciarte la mejilla cuando estemos los dos juntos en el ascensor. Y sé que mientras lo haga por tu mente estarán pasando mil ideas y en casi todas querrías que eso no estuviera pasando, que yo no te estuviera acariciando y que en tu cuerpo no hubiese tantas cremalleras que bajar. Aunque no lo manifiestas, en tus ojos se ven algunos pensamientos más. Unos son ambiguos, otros son fuego, quizás alguno ya sea ceniza.
Estoy decidido a insistir. Mientras las puertas del ascensor se cierran automáticamente, dejo que camines por el pasillo del hotel. Y tan pronto empiezo a andar a tu espalda, te miro descaradamente el trasero; porque sé que cada segundo que esté mirando tus andares, muchas de las sensaciones negativas se habrán fulminado. Continúo haciéndolo aunque tú cambies el paso porque sientas mi mirada y te pongas nerviosa. Y así llegamos a la puerta de la habitación. Deduzco que para entonces ya has perdido otras tantas piedras de tu barricada. Lo sé porque uno de tus traspiés ha sido cómico; el tacón se te ha enganchado en una arruga de la alfombra y te han flojeado las piernas, las rodillas se te han doblado como si fueran de goma y te ha costado un esfuerzo notable mantener el equilibrio.
Es evidente que aún tienes razones de sobra para decirme que duerma en mi habitación, pero entretanto dudas me adelanto y te paso el dedo por la espalda, suavemente, con trayectoria descendente desde tu cuello hasta el final de esa línea curva que da paso al comienzo de las hostilidades; lo hago muy despacio, tanto que no atinas a meter y sacar la tarjeta de la puerta. Cuando mi dedo viaja entre tus omóplatos, el pilotillo de la puerta aún está en rojo. Y eso te pone más nerviosa, porque sabes que tanto tardes en conseguir que se ponga verde, tantas esperanzas de resistencia perderás. En realidad, cuando mi dedo ya se encuentra en las vértebras más cercanas a tu cintura, eres consciente de que has sufrido una sangría.
Entras en la habitación, te dispones a quitarte la ropa y embutirte en el pijama. Hay mucha confusión en tu rostro, pero prefieres evitar que yo te desnude. Así que con gestos aparentemente seguros comienzas a bajar la cremallera de tu abrigo, hasta abajo. Me inclino rápidamente hacia ti, reaccionando nervioso. En un arranque de reflejos irracionalmente vanidosos intento parar tus movimientos. La cremallera ya está abajo, pero no la has podido extraer, porque el engranaje todavía sigue dañado y se ha vuelto a atascar. Maniato tus dedos con los míos, haciendo presión hasta que noto como tus brazos dejan de luchar. Separo tus dos manos de la cremallera y te la subo yo mismo hasta la altura en la que estaba cuando pasaste por la puerta.
Pasados unos segundos de expectante silencio, comienzo a bajarla despacito. Cada diente es una casta impostura que se pierde, así que me aseguro de que el cierre llegue hasta abajo. Como era de suponer se vuelve a atascar. Lo rompo. Te quito el abrigo manga tras manga, lo tiro al suelo y te apoyo en la pared. Tus ideas disuasorias están ya en números rojos, lo que te transmite una terrible flojera y te impide luchar con verdadera solidez. Sin dilación me aplico con la cremallera de tu blusa. Como estás apoyada en la pared, te separo ligeramente y paso mis dedos por tu espalda, por encima de la camisola. Entro en contacto con la pequeña manivela y comienzo a descender, diente por diente. La blusa se va abriendo en forma de uve.
En esos momentos no te quedan coartadas para resistirte, ni siquiera para luchar con la palabra como tantas veces has hecho. Extraigo tu camisola deslizándola por los hombros y hago que igualmente caiga a la moqueta. Mientras dejas salir un gemido de sensual resignación, pongo mis dedos en el botón de tu pantalón y lo desabrocho con un movimiento rápido y contundente.
Vuelven a pasar unos segundos. Acerco mis labios a los tuyos y comienzo a besarte. Sé que al principio el arco de los mismos no será pronunciado, pero poco a poco irás abriendo más y más tu boca.
Me dispongo a bajar la cremallera de tu pantalón, la última de todas. En ese momento noto que tus manos empiezan a desabrochar el mío.