miércoles, 30 de julio de 2008

Un relato en segunda persona


Me piden que cambie de voz al escribir. Se trata de construir un relato en segunda persona. El discurso ha de ir dirigido, pues, a alguien, a un tú determinado. No es válido acudir al fácil recurso de la carta. No. El texto se debe justificar por su mismo contenido.

La voz debe sonar natural, quizá con matices afectivos (enfado, reproche, cariño...) y tiene que ser verosímil el hecho de estar dirigido a determinada persona. Al estar expuesto en segunda persona, el discurso se ha de aproximar al lenguaje oral, aunque no tanto como para que se convierta en un diálogo.

Esto último, lo del lenguaje oral, no creo haberlo conseguido. En realidad, con tanto calor, las hormonas y un poco de escritura automática, los matices, más que afectivos han resultado freudianos. Vamos, que al final he escrito lo que me ha dado la gana.

De todos modos, por favor, que nadie se me enfade: sé que es un relato políticamente poco correcto. Pero es una mera ensoñación. Digo esto porque en el curso de escritura creativa ya he tenido varias respuestas femeninas un poco ofendidas. Nada más lejos de mi intención.

Ideas y cremalleras

Trato de abrochar la cremallera de tu abrigo, pero el engranaje está atascado y yo tengo frío, no tanto como tú, pero también estoy temblando. Lo intento una vez más, juntando las dos piezas de abajo con obligada torpeza. Pero cuando voy a subir me topo con una barrera insuperable. Siento que por más fuerza que haga ese cierre no subirá nunca. Otra cosa es que tuviese que bajar.

Quiero subírtela, porque cuando lleguemos a la habitación del hotel pienso bajártela. Pienso acariciarte la mejilla cuando estemos los dos juntos en el ascensor. Y sé que mientras lo haga por tu mente estarán pasando mil ideas y en casi todas querrías que eso no estuviera pasando, que yo no te estuviera acariciando y que en tu cuerpo no hubiese tantas cremalleras que bajar. Aunque no lo manifiestas, en tus ojos se ven algunos pensamientos más. Unos son ambiguos, otros son fuego, quizás alguno ya sea ceniza.

Estoy decidido a insistir. Mientras las puertas del ascensor se cierran automáticamente, dejo que camines por el pasillo del hotel. Y tan pronto empiezo a andar a tu espalda, te miro descaradamente el trasero; porque sé que cada segundo que esté mirando tus andares, muchas de las sensaciones negativas se habrán fulminado. Continúo haciéndolo aunque tú cambies el paso porque sientas mi mirada y te pongas nerviosa. Y así llegamos a la puerta de la habitación. Deduzco que para entonces ya has perdido otras tantas piedras de tu barricada. Lo sé porque uno de tus traspiés ha sido cómico; el tacón se te ha enganchado en una arruga de la alfombra y te han flojeado las piernas, las rodillas se te han doblado como si fueran de goma y te ha costado un esfuerzo notable mantener el equilibrio.

Es evidente que aún tienes razones de sobra para decirme que duerma en mi habitación, pero entretanto dudas me adelanto y te paso el dedo por la espalda, suavemente, con trayectoria descendente desde tu cuello hasta el final de esa línea curva que da paso al comienzo de las hostilidades; lo hago muy despacio, tanto que no atinas a meter y sacar la tarjeta de la puerta. Cuando mi dedo viaja entre tus omóplatos, el pilotillo de la puerta aún está en rojo. Y eso te pone más nerviosa, porque sabes que tanto tardes en conseguir que se ponga verde, tantas esperanzas de resistencia perderás. En realidad, cuando mi dedo ya se encuentra en las vértebras más cercanas a tu cintura, eres consciente de que has sufrido una sangría.

Entras en la habitación, te dispones a quitarte la ropa y embutirte en el pijama. Hay mucha confusión en tu rostro, pero prefieres evitar que yo te desnude. Así que con gestos aparentemente seguros comienzas a bajar la cremallera de tu abrigo, hasta abajo. Me inclino rápidamente hacia ti, reaccionando nervioso. En un arranque de reflejos irracionalmente vanidosos intento parar tus movimientos. La cremallera ya está abajo, pero no la has podido extraer, porque el engranaje todavía sigue dañado y se ha vuelto a atascar. Maniato tus dedos con los míos, haciendo presión hasta que noto como tus brazos dejan de luchar. Separo tus dos manos de la cremallera y te la subo yo mismo hasta la altura en la que estaba cuando pasaste por la puerta.

Pasados unos segundos de expectante silencio, comienzo a bajarla despacito. Cada diente es una casta impostura que se pierde, así que me aseguro de que el cierre llegue hasta abajo. Como era de suponer se vuelve a atascar. Lo rompo. Te quito el abrigo manga tras manga, lo tiro al suelo y te apoyo en la pared. Tus ideas disuasorias están ya en números rojos, lo que te transmite una terrible flojera y te impide luchar con verdadera solidez. Sin dilación me aplico con la cremallera de tu blusa. Como estás apoyada en la pared, te separo ligeramente y paso mis dedos por tu espalda, por encima de la camisola. Entro en contacto con la pequeña manivela y comienzo a descender, diente por diente. La blusa se va abriendo en forma de uve.

En esos momentos no te quedan coartadas para resistirte, ni siquiera para luchar con la palabra como tantas veces has hecho. Extraigo tu camisola deslizándola por los hombros y hago que igualmente caiga a la moqueta. Mientras dejas salir un gemido de sensual resignación, pongo mis dedos en el botón de tu pantalón y lo desabrocho con un movimiento rápido y contundente.

Vuelven a pasar unos segundos. Acerco mis labios a los tuyos y comienzo a besarte. Sé que al principio el arco de los mismos no será pronunciado, pero poco a poco irás abriendo más y más tu boca.

Me dispongo a bajar la cremallera de tu pantalón, la última de todas. En ese momento noto que tus manos empiezan a desabrochar el mío.




jueves, 17 de julio de 2008

El binomio fantástico


Para Gianni Rodari, en su Gramática de la fantasía, "el binomio fantástico" se podría explicar del siguiente modo:

Son necesarios dos polos eléctricos para provocar una chispa; ningún concepto existe sin su opuesto. De este modo, una historia sólo puede nacer de un binomio fantástico. Pero el binomio "caballo-perro", por ejemplo, está compuesto por dos ideas fácilmente asociables en un mismo contexto; por eso no promete nada excitante. Es importante escoger dos palabras que guarden entre sí una cierta distancia —"perro" y "armario", por ejemplo—, y con ellas construir una historia en la que esos dos elementos extraños puedan convivir. Por eso es bueno elegir esos términos por azar. Y después liberar a las palabras de sus usos habituales, de la cotidianeidad que las envuelve. Los dos términos elegidos deben ser lanzados uno contra el otro en un espacio nuevo, inexistente hasta ese momento.
Pues a partir de esta idea, seleccioné entre las siguientes parejas que me vinieron a la mente:
  • Maridaje – aspirina
  • Desfibrilador – usurero
  • Trufar – amnesia
  • Sueños rotos – engranaje
y me ha quedado el siguiente relato.

Un desfibrilador para el usurero

Rafael, el usurero del barrio, es un tipo entrado en años y con pelo escaso y casposo. Aún le cubre la frente, pero le cae como a chorros hacia abajo. Entre pelo y pelo se pueden ver los surcos marrones de su usura. Cuando más se cabrea, se pasa la lengua por el borde de sus paletas y aprieta. A veces aprieta tanto, que en su lengua aparecen dos rectángulos finos y alargados de una sangre roja oscura.

Hay quien asegura haberle visto arrugar la estampa de la Virgen entre sus manos mientras la sangre medio coagulada le asoma por la comisura de los labios. En esos momentos, ¡ay del usurado que esté delante! Si Rafael aprieta sus paletas huecas hasta convertir la saliva en vino, el usurado dobla las rodillas y suplica, suplica hasta el llanto y le ofrece a su mujer mientras sus hijas le agasajan para que les perdone o les retrase la deuda. Pero Rafael es también un santurrón y se ofende cuando alguien le quiere regalar este tipo de favores. Se ofende, pero se relame.

Rafael les amenaza con destrozarles la casa, con reventarles el negocio, con desprestigiarles en el resto de la ciudad. Rafael vocifera y se escandaliza de que le tomen por necio, de que abusen de su buena fe. Rafael habla de sí mismo en tercera persona. Pero las amenazas las hace él directamente, porque, aunque es viejo, se siente con fuerzas; porque se pasea por el barrio con suficiencia, porque mira a un lado y al otro de la acera y observa cómo los dueños de las tiendas se esconden detrás de sus mostradores a su paso.

Rafael a veces acude a reuniones sociales y se viste de blanco. Se apaña el pelo malamente con un poco de gomina y un poco de agua, pero sin grandes resultados. Lleva a su mujer siempre detrás y nunca deja que le haga sombra. Habla con obispos y políticos. Les ofrece sus servicios, les financia sus campañas, pero siempre pide algo a cambio. Ellos le dan la mano con una sonrisa forzada y al darse la vuelta agrian la imagen del rostro de forma ostensible. ‘El dinero nunca llega oliendo a jabón de la Toja’, piensan.

Si su mujer se aburre y se pone pesada, la manda a alguna joyería de las usuradas a que se agencie un collar o una pulsera de oro. Más de una vez, cuando le hace caso, su mujer se ha encontrado las joyerías cerradas a las 6 de la tarde. ‘Juraría que cuando crucé la esquina estaba abierta’, llegó a pensar la luminaria.

El otro día Rafael fue a visitar a Venancio. Entró en la tienda dando un portazo. Las campanillas que anuncian las llegadas de los nuevos clientes reventaron a su paso. Sonaron a silencio agudo. Venancio lo miró a los ojos y aguantó la mirada cinco segundos. Rafael pegó un puñetazo en la mesa y preguntó por su dinero. Venancio le dijo que lo tendría la semana que viene, que aún era pronto y no le había sido posible obtenerlo.

Esta vez Rafael no se mordió la lengua. Esta vez la saliva sanguinaria dio paso a una risa estruendosa. Rafael se apoyó en uno de los armarios donde se mostraban los relojes e insistió en su risa durante más de 20 segundos. Paró de reír mientras se aflojaba la correa del pantalón, que le empezaba a molestar. Pero continuó con su ataque y la emprendió con los relojes. De la risa pasó a la cólera, y con la cólera arrastró los cristales de la vitrina hasta que se resquebrajaron. Pero cuando empezaba a tirar los relojes al suelo, notó como una mano le agarraba del brazo. Rafael intentó zafarse con furia, pero no consiguió el más mínimo avance en su movimiento. Realizó un segundo intento y la cosa fue a peor. Entonces giró la cabeza y se dio cuenta de que el hijo de Venancio se había hecho mayor. Los meses anteriores, mientras Nico veraneaba con su tía en la costa, había sufrido unas fiebres terribles y el mes de Septiembre se presentó en el barrio con 20 centímetros más. Nico era ahora un mozalbete de casi dos metros y no estaba dispuesto a que Rafael rompiese una sola pieza de la tienda de su padre.

Rafael estaba rojo de furia. Nunca nadie se había atrevido a esto. Lo intentó una tercera vez, pero ya no le fue posible moverse ni dos centímetros. Incluso sintió un dolor terrible en el brazo derecho, el que tenía sujeto. Era la primera vez que alguien se le enfrentaba en el barrio. Pero antes de que pudiese gritar todas las amenazas que se pudrían entre los surcos de su asqueroso pelo, Rafael se sintió desfallecer. El brazo le dolía horrores, como si un reuma agudísimo le hubiera atacado en cuestión de segundos. Nico advirtió su debilidad y lo soltó. Rafael se cayó al suelo sujetándose con una mano el corazón.

Venancio, que desde hacía un rato necesitaba apoyar las manos en el mostrador para mantenerse en pie, se dio cuenta de la gravedad del asunto. Se acercó a Rafael sin acertar a decirle nada a su hijo y palpó la cara del usurero. Estaba pálida y de sus labios ya no salía ni saliva, ni sangre, ni palabras. El usurero se ahogaba irremediablemente y Venancio le daba guantazos en la cara de pura desesperación. Nico seguía de pie, mirando fijamente a Rafael, con un gesto serio y distante.

De repente Venancio se acordó de su vecino, Faemino, que tenía una farmacia a veinte metros de la joyería. Le deshizo el nudo de la corbata al usurero, le desabrochó los botones de la camisa y mirando a su hijo, dudó un momento y se fue corriendo él mismo hacia la farmacia.

Un rato después aparecieron Faemino y Venancio por la puerta ruidosa con un aparato entre sus manos. Era un desfibrilador de última generación, de los que ahora se ponen en los estadios de fútbol. Faemino siempre había sido un profesional ejemplar y pensó que en una farmacia sería vergonzoso no disponer de uno.

Le desabotonaron de nuevo la camisa – ‘¿por qué se la habrá vuelto a abrochar?’, pensó Venancio - y le colocaron el desfibrilador automático encima. ‘Habría que rasurarle, tiene mucho pelo’ decía Faemino, pero no hay tiempo. Rafael estaba cada vez más débil, como si la sangre ya no le llegase a la cabeza. Venancio y Faemino miraban la cara del usurero y se desesperaban. Con los electrodos colocados de mala manera, comenzaron con las descargas. Las programaban y el aparato, unos segundos antes de darla, informaba de que todo el mundo se separase del cuerpo para no interferir. Así realizaron la operación unas 20 veces. Pero el usurero iba a peor. Ni su ritmo cardíaco mejoraba, ni el color de su cara tampoco. Es más, ahora ya no estaba pálido, sino que había comenzado a ponerse morado.

Cada vez que realizaban una descarga, Venancio y Faemino se separaban del cuerpo. Poco a poco, al ver que las descargas no surtían efecto, se separaban unos pocos centímetros y volvían a acercarse al usurero que a medida que pasaban los segundos era más cadáver.

La última la programaron a la desesperada, con toda la potencia que permitía. Y se echaron hacia atrás bruscamente cuando el aparato emitió su señal de aviso. En ese instante, Venancio, con las manos apoyadas en el suelo, contempló con horror la correa del usurero. Estaba apretadísima. Es más el clavo de la hebilla estaba enganchado en un agujero que distaba unos cuantos centímetros del último orificio vacío. Miró de nuevo a la cara de Rafael y pudo constatar con toda certeza que había pasado a peor vida. Se acercó más a su cintura y trató de desabrocharle la correa. Le costó un horror sacar el clavo de la hebilla. Y cuando lo consiguió pudo comprobar rápidamente que era un agujero irregular, hecho a mano, deprisa y corriendo. Completamente distinto a la secuencia de orificios que traía la correa.

Lentamente, sin haber sido capaz aún de borrar de su rostro el pánico, Venancio se acercó hacia el ya difunto santurrón y le bajó temerosamente el pantalón. Las señales de la correa eran muy evidentes debajo de la barriga de Rafael. Nico seguía de pie, con la expresión grave y no movió un solo músculo cuando su padre le lanzó una mirada suplicante.

Venancio se levantó, caminó hasta la trastienda y nada más echar hacia un lado las cortinas vio la caja de destornilladores para relojes encima de la mesa. Echó de menos uno. Era el que utilizaba para hacer agujeros en las correas antiguas.

Técnicas de Exorcismo


A pesar de lo que dije en la introducción de este blog, el otro día, gracias al curso de escritores, estuve practicando una técnica llamada "Escritura Automática". Solamente se me ocurren un par de cosas que procuren mayor placer exorcizante que ésta. Imagino que casi todo el mundo la habrá puesto en práctica alguna vez. Yo lo hice hace un par de días y me quedé más relajado que cuando ... Además, tardé más o menos lo mismo. La escritura automática puede llegar a ser muy rápida.

Ahí os dejo unas cuantas instrucciones de André Breton sobre esta técnica. Creo que los del manifiesto surrealista la utilizaban para buscar ideas. A mí de momento me sirve para liberar tensiones. Eso sí, el resultado no podrá ser publicado en este blog, a menos que antes me haya dado de alta en Legalitas.


Secretos del arte mágico del Surrealismo. Composición surrealista escrita, o primer y último chorro

Ordenad que os traigan recado de escribir, después de haberos situado en un lugar que sea lo más propicio posible a la concentración de vuestro espíritu, al repliegue de vuestro espíritu sobre sí mismo. Entrad en el estado más pasivo, o receptivo, de que seáis capaces. Prescindid de vuestro genio, de vuestro talento, y del genio y el talento de los demás. Decíos hasta empaparos que la literatura es uno de los más tristes caminos que llevan a todas partes. Escribid deprisa, sin tema preconcebido, escribid lo suficientemente deprisa para no poder refrenaros, y para no tener la tentación de leer lo escrito. La primera frase se os ocurrirá por sí misma, ya que en cada segundo que pasa hay una frase, extraña a nuestro pensamiento consciente, que desea exteriorizarse. Resulta muy difícil pronunciarse con respecto a la frase inmediatamente siguiente; esta frase participa, sin duda, de nuestra actividad consciente y de la otra, al mismo tiempo, si es que reconocemos que el hecho de haber escrito la primera produce un mínimo de percepción. Pero eso poco ha de importarnos; ahí es donde radica, en su mayor parte, el interés del juego surrealista.
No cabe la menor duda de que la puntuación siempre se opone a la continuidad absoluta del fluir de que estamos hablando, pese a que parece tan necesaria como la distribución de los nudos en una cuerda vibrante. Seguid escribiendo cuanto queráis. Confiad en la naturaleza inagotable del murmullo. Si el silencio amenaza, debido a que habéis cometido una falta, falta que podemos llamar «falta de inatención», interrumpid sin la menor vacilación la frase demasiado clara. A continuación de la palabra que os parezca de origen sospechoso, poned una letra cualquiera, la letra l, por ejemplo, siempre la l, y al imponer esta inicial a la palabra siguiente conseguiréis que de nuevo vuelva a imperar la arbitrariedad.

miércoles, 2 de julio de 2008

Albariño cosechero

Es un ejercicio de creatividad. Nos pidieron greguerías, aquellas que Ramón Gómez de la Serna definía como "humorismo más metáfora". Y yo, de nuevo, volví a hacer lo que me dio la gana. Definitivamente no soy un alumno obediente, pero es que ya estoy muy mayor - ya veo a los contertulios de Jaraiz torciendo el gesto otra vez - para según qué cosas.

  • Las barras de los bares suelen escuchar proyectos imposibles; las de los bares más tardíos llegan a ser testigos del reparto de beneficios.
  • Ese tipo de borrachos llevan los bajos de los pantalones tan arrugados que van soplando el polvo que pisan.
  • Había quedado con ella en el bar. Entró por la puerta y su pintura llegó hasta mí 10 segundos antes que el resto de su cuerpo. Su perfume ya estaba pidiendo otra ronda.
  • La caña de cerveza le arrastraba de lado a lado de la barra.
  • Me rechazó dos veces seguidas y nos acostamos.
  • Las estanterías de las tiendas de ropa son las bibliotecas de la pijería.
  • A los comentarios de las noticias en Internet hay que limpiarles la sangre coagulada que ha escupido la vena inflada del cuello.
  • Se despertó medio borracha tumbada en el parqué de mi salón y me preguntó: “¿te hago la cama?”
  • Cruzó la calle pisando las hormigas del asfalto. A mitad de camino su mirada se fue tras una minifalda sin ojos. La cerveza caliente tiró de él todo lo que pudo.
  • La vida le había etiquetado mucho antes de que le viese borracho en aquel andén del metro. Él despegó la etiqueta de la botella de Mahou y las superpuso.
  • Ese tipo de borrachos combinan los vaqueros sucios con una americana que les permita perder la elegancia pasadas las 12 de la noche.
  • Cuando apagó la televisión apuntó con el mando al hueso parietal.
  • Me pidió un billete de mil pesetas y yo se lo di pensando que andaba mal de dinero.
  • Era temprano, hablaba mucho, sin parar. Le puso la almohada encima, apretó, aguantó y al final ni siquiera terminaron de sonar las señales horarias.
  • Debajo de la pata más corta de su mesa coja residía toda su sabiduría.
  • La miré a los ojos y pensé qué me pediría para desayunar.
  • Se expresaba como Ortega, gesticulaba como Azaña, razonaba como Sócrates. Hablaba de los fichajes veraniegos.
  • “Muchas gracias por haberme invitado a esta encantadora velada. El café, por cierto, estaba asqueroso.”
  • La miré a los ojos y pensé a qué hora pasaba el siguiente tren.
  • Intenté mirarla a los ojos.
  • Se acercó a mi vera tocando el arpa en su oreja. Me obligó a ser invitado a una copa.
  • La miré a los ojos y me acordé de que no había tendido la ropa.
  • Le dije que sí y a los dos segundos ya teníamos hijos.
  • Le dije que no y reventó un vaso de tubo entre los dedos.
  • Le dije que sí y recordé porqué llevaba toda la semana pensando que le tenía que decir que no.
  • El cura la emprendió contra el erotismo de la película durante la homilía. Recordaba detalles increíbles.
  • El cura lo mojó con el agua bendita y el bebé se puso a llorar. Toqué el agua y estaba tibia.
  • Los lugares comunes arruinaron mi cita.
  • Separaba la basura obstinadamente. Ningún bar de los que elegí le gustó.
  • Ella me desnudó con ansia. Cuando yo comencé a desabotonar su camisa me pidió calma.
  • Intercambiamos sexo oral por apuntes escritos.
  • La invité al cine y me puso cara extraña. Cuando salimos aquella noche no necesité cruzar ni tres palabras.
  • La besaba en los labios mientras le quitaba los zapatos. Sin darme cuenta la besé en la frente.
  • Me pasé a las 7 de la mañana por Atocha y me tuve que quitar el traje de cigarra.
  • Gritaban los de la extrema derecha, quemaban banderas los de la extrema izquierda, hasta que chocaron espalda con espalda.

  • Me encaré con el tambor de la lavadora; su hambre de calcetines era insaciable.
  • En el filtro de atrás había rastros visibles del crimen.
  • Emparejé a dos calcetines huérfanos y aquella noche mi cita fue un desastre.
  • Cabreado, regresé a casa y puse otra lavadora. Mi camisa blanca enrojeció de furia.
  • Le pinté una franja amarilla en el centro y me fui a la Plaza de Colón a cantar el "camarero, camarero" con Pepe Reina.
  • Durante la calurosa celebración me abracé a una chica muy pechugona. Aparecieron dos ojos en la franja amarilla de mi bandera.

  • El comercial llegó a la oficina después de una comida con un pez gordo. Su dignidad excedía los 40 grados. Su profesionalidad se coló a patadas en mis orificios nasales.
  • A los entrantes le sonó el móvil. De primero me pedí un zapato con clavos a fuego lento y dos bollos de pan. Le robé su tenedor.
  • En aquella tienda de campaña se respiraban 40 grados ronquígrados. A las 5 de la mañana le di vida a una cebra a la sombra de la luz de la luna.
  • A los entrantes le sonó el móvil. Me fui de vacaciones con la familia del camarero.
  • Prestado de Carolina: El enchufe le hizo el amor a la toma y el coito fue tan salvaje que saltaron los plomos.
  • Para Carolina: El enchufe divisó al fondo del salón una regleta y se fue al armario a por una pastillita azul.
  • Un poco negro: Durante la orgía alguien pisó el extremo de la regleta y el enchufe se sintió desnudo en mitad de una morgue.
  • Él estaba en el dormitorio desnudo. Ella estaba en el dormitorio desnuda. Hicieron el amor hasta que se terminó la batería del móvil.

Éstas sí que son buenas, de José Luis Alvite (Almas del nueve largo), libro recomendado por Call me Ishmael:

  • "En casa el ambiente no era malo, pero había alcanzado con su mujer ese grado de objetiva familiaridad que hace que el sexo en el matrimonio parezca incesto"
  • "¡Dios santo! Incluso cuando salían del coche para cambiar de sitio el tedio, ella le cogió del brazo mientras conducía"
  • "Llevaba cuatro años casado y aunque Chester lo puso todo de su parte, fue como regar con semen la estatua de la Libertad."

jueves, 19 de junio de 2008

Saber o inventar la verdad

Retocado con una pequeña historia


Diluviaba en la calle. Para ser el último día del Puente, las gotas caían con rabia, como si les faltase tiempo. Mi amigo y yo nos introdujimos a la carrera en un restaurante sencillo, pero con buen aspecto. Entrando por un amplio aparcamiento aparecía una casa de las de antes, con sus paredes de piedra y muros bien gruesos.

- "¡Ahí no se tiene que comer mal!".

- "Sí. Tampoco está el tema como para ponerse exquisitos."

En el momento que atravesamos las cortinillas que daban acceso a la barra, aunque estábamos empapados, nos fijamos en aquel personaje de otra época. Llevaba un traje impecable, de color azul marino con camisa blanca. La corbata granate, por supuesto. El flequillo apenas se sostenía a pesar del derroche de gomina que brillaba en la distancia. Impecablemente afeitado, las huellas del paso del tiempo saltaban a la vista en su fino rostro de caballero de Castilla.

Mientras transportaba los platos de los comensales con gracia y soltura, ondeándolos ligeramente como un niño ondea las palmas de las manos cuando hace viento, le daba tiempo a regañar y presionar al resto de los camareros encargados del salón.

Nos sentamos a tomar algo en tanto que decidíamos si comer en el salón o tomar simplemente unas raciones en la barra. Y antes de que pudiésemos pedir, de nuevo el torbellino apareció por la puerta que comunica la barra con la cocina, argumentando con todo tipo de aseveraciones irrefutables la bronca que le acababa de echar a la cocinera. - "Si yo traigo a alguien a casa, le doy lo mejor que tengo y no esta basura. Si quiero que vuelva, claro. Si no…". Creí entender.

Nos miramos algo divertidos y mi amigo hizo un primer intento de preguntarle si tenía una mesa libre en el restaurante, mientras yo abría el periódico por la página de política española. Absorto en las últimas secuelas de la crisis económica noté que alguien se dirigió a mí con prisas más que evidentes y un punto exagerado de seriedad que era incapaz de controlar:

-"¿Van a comer los señores en el salón?", me preguntó con tono contundente.

-"Eh… sí, él y yo. Una mesa para dos, claro.". Acerté apenas a decir, asomando mi cabeza por detrás del periódico.

Inmediatamente le hizo un gesto a uno de los camareros y desapareció. - "¿No le ibas a pedir tú la mesa?". Le pregunté a mi amigo. - "Sí. Pero no me ha hecho ni caso. Se ve que le ha gustado más cómo ibas tú vestido". Arqueé las cejas y con un leve giro de cuello apunté hacia la entrada del comedor.

Nos sentamos en la segunda mesa a la derecha según entramos en un salón muy alargado. Nos dimos cuenta de que la primera mesa de esa fila, en realidad era un escritorio gigantesco con un montón de papeles y facturas. En una esquina estaban las tarjetas del restaurante y las del propio Raimundo Fernández de la Roda, nuestro encantador gerente. En el otro una calculadora grande, de las que se estilaban en los años 80. Encima, un cuadro con un mapa de Europa del Siglo XIX. Busqué, pero no encontré la foto de su señora por ninguna parte.

Aquel era el centro de mandos de Raimundo. Desde allí emitía las facturas de todas las mesas – escribiéndolas a mano -, controlaba a clientes, regañaba a todos los camareros. Bueno, a casi todos.

- "Tardes enteras se habrá pasado ahí el colega revisando la carta, cambiando los cuadros de sitio, preguntándose qué le falta al restaurante para dar el salto al estrellato". Un primer análisis psicológico cortesía del que escribe.

- "Para mí que cuando el restaurante cierra, uno por uno van pasando los camareros a que les lea la cartilla". Aportaciones de mi acompañante.

- "¡Menudo acojone!"

- "No sé por qué, pero creo que el gordito del pelo repeinado se sienta a la derecha del padre". Mi amigo expresó sus primeras intuiciones.

- "Sí, ¿verdad? A mí también me da la impresión de que tiene más libertad que los otros". Corroboré sin más datos que ofrecer.

La chica que vino a atendernos nos recitó con innegable esmero y detalle los platos más interesantes de la carta. Nos sirvió el vino a base de elegantes movimientos, bien medidos, pero algo rígidos, ejecutados como con preocupación. La calidad del servicio era alta y llamativa. Los sudores de la chica también.

- "Detrás de esta demostración está la mano dura de Raimundo". Dijo mi amigo, sonriendo a la chica cuando se iba.

- "Por cierto, ¡el vino está cojonudo!". Dije yo, tratando de cambiar de tema.

- "Ya te digo, pero… no sé. Algo hay en todo esto que no me acaba de encajar". Mi amigo es un poco pasante1.

- "¿Ya estás elucubrando? Seguro que no podremos comer tranquilos". Me quejé a sabiendas de que yo mismo le había alentado en sus pesquisas.

Al fondo del salón un camarero se equivocó con las bebidas. Le habían pedido una cerveza y una Coca-cola y trajo una clara y una Fanta de limón. Pidió perdón varias veces, con insistencia. Se dio la vuelta y salió con marcha rápida para la barra tratando de subsanar su error sin que el gerente se diese cuenta. Mala suerte, el Gran Hermano ya estaba al tanto de lo sucedido. - "¿Cuántas veces tendré que decirte que hay que estar siempre al ciento cincuenta por cien? Te piden dos bebidas y te equivocas. ¿Qué harás cuando tengas que atender a una mesa de una boda? ¡Vaya panda de inútiles!"

- "¡Joder chaval, la que le ha caído! Este tío es de la vieja escuela, está claro." No pude evitar el comentario.

- "Ahí va el gordito privilegiado. A ver si se luce...", dijo mi amigo sin perder detalle.

Con mucha diligencia llevaba la botella de vino, un Finca la Estacada conquense – imposible distinguir más datos - y el sacacorchos profesional, el que llevan los grandes camareros. Pasó la navajilla alrededor del cuello superior de la botella, cortando el taponcito de fino aluminio con una técnica casi perfecta. A continuación introdujo la espiral del sacacorchos, girándolo mientras contaba las bondades del caldo a los comensales, mirando directamente a sus ojos. Y tiró con contundencia, seguro de que el corcho saldría de una sola pieza, con ese golpecito que acompaña al sonido seco procedente de las entrañas del vacío. Pero el sonido no sonó y efectivamente extrajo una pieza de corcho, aunque no entera. La otra se había quedado atascada en el cuello de la botella.

A la cara de incredulidad del bien peinao se unió el gesto algo incómodo de los clientes. Mi amigo inmediatamente giró el cuello en dirección a Raimundo. La catarsis estaba cerca. Yo giré el cuello alternativamente sin querer perderme la expresión del gerente ni lo que acontecía en la mesa. El camarero, presa del pánico, trató de introducir el corcho hasta dentro, presionándolo con la punta de la espiral. El corcho se resistía, pero cuando al final lo consiguió, unas cuantas gotas de vino saltaron hacia arriba, cayendo en el mantel. Sin pararse a pensar ni un segundo, se dispuso a verter vino sobre el vaso de la señora. Y vino vertió, pero después de los trocitos de corcho que cayeron dentro de la copa. Llegados a este punto, pensó que lo mejor era rendirse, pedir disculpas y repetir la operación con otra botella de vino y copas nuevas.

Según se alejaba de la mesa, le seguimos cada paso con los ojos, esperando que llegase a la altura del escritorio. Raimundo se levantó con la cara aparentemente desencajada y se acercó al gordito dispuesto a cualquier cosa. Una vez estuvo a su vera le pasó la mano por el hombro y le dijo: - "Tienes otra botella igual en la cava. Ten cuidado con los reservas; como el corcho lleva tanto tiempo dentro, se puede pegar a las paredes de la botella". Y le dejó marchar.

- ¡Amos2 no me jodas!". Es lo único que acerté a exclamar.

- "¡Vaaaaya tela! Fijo que el repeinao es su hijo". La investigación seguía abierta.

A los pocos minutos, mientras seguíamos discutiendo incrédulos por lo que acabábamos de ver, la camarera que nos sirvió antes el vino, nos trajo los primeros platos. Al tiempo que los colocaba cuidadosamente en la mesa, mi amigo no pudo reprimir su instinto. - "Oye, disculpa. ¿Me podrías decir si el camarero repeinado, sí el chico que está un pelín… ya sabes, gordito, si es hijo del gerente?". Adiós a la discreción y a la cordura. La camarera, evidentemente incómoda por la preguntita se limitó a decir: - "No, no lo es". Dio media vuelta y se marchó.

- "A ti se te ha ido la pinza chaval. Pero ¿cómo se te ocurre preguntarle eso? ¿No te das cuenta de que la has puesto en un brete?", le dije entre los últimos estertores de vergüenza ajena que aún sentía.

- "Joder, quiero enterarme de lo que pasa. Está claro que ese chaval tiene enchufe. Además, yo creo que se dan un aire". Me respondió seguro de su perspicacia.

Así pasamos el resto de la comida, discutiendo sobre lo acontecido, sin llegar a ninguna conclusión definitiva. Y pedimos la cuenta. La camarera nos la trajo rápidamente en una bandejita que dejó encima del mantel. Mi amigo volvió a la carga: - "Y ¿no son ni siquiera familia, tío – sobrino?". La chica le miró con perplejidad durante menos de un segundo y se fue sin responder. Dejamos los billetes encima de la bandeja y le hicimos un gesto a la jovencita para que los recogiese. Ésta llegó, cogió al vuelo el canastillo con el dinero y salió al trote de nuestra mesa antes de que volviésemos a importunarla.
Al mismo tiempo que se le escapaba la camarera, mi amigo sintió un pisotón rápido y contundente por debajo de la mesa. No pudo reprimir un gesto de sorpresivo dolor.

- "¿Qué haces tío? ¡Me has hecho daño!", reaccionó casi de inmediato.

- "Un esguince te tendría que haber hecho. ¿Quieres dejarla ya en paz? ¿No ves que no te va a decir nada? ¡Nos estás poniendo en evidencia!". Cuántas veces me habrá dicho eso mi madre.

- "¡Qué mala bestia eres! Estoy seguro de que esos dos son familia". Y dale.

- "Pues yo creo que si esos dos fueran familia, entre estas paredes se habría cometido algún que otro… incesto".



Notas aclaratorias

  1. Pasante: término que se utiliza para designar de forma peyorativa a las personas cotillas en ciertos lugares de Castilla-La Mancha.
  2. Amos: Contracción vulgar del tiempo verbal "vamos". También muy habitual en la Mancha.

jueves, 12 de junio de 2008

Persiguiendo a una mujer

Salgo de mi casa con una libretilla en el pantalón y un bolígrafo en la mano. Busco un personaje interesante al que dar vida. Alguien a quien, después de analizar físicamente, sea capaz de sorprender en actitud no rutinaria. Quiero enfocar mi mirada en una persona que me llame la atención, que sus actos me inviten a seguirla e imaginar qué es lo que va a hacer o, peor aún, qué es lo que siente en esos momentos. Imagino - más bien aseguro - que terminaré detrás de un bellezón cuya edad aún no tengo muy clara. Pero es viernes a media tarde. A estas horas la belleza aún no ha salido a la calle, o sí.

Entro en el gran patio del cuartel del Conde Duque, que seguramente no es el mejor sitio para encontrar lo que busco, pero tengo la esperanza de toparme con una ‘rata de museo’. Una de esas jovencitas con rostro fino y serio, pelo moreno, largo, que baje en paralelo a la delgadez de su cuerpo. Quizás lleve también gafas de pasta, un libro en la mano y un aparente mal humor que la haga más interesante.

El cuartel es un gigantesco claustro con una sala de exposiciones piramidal en el centro y varias salas más detrás de las cuatro puertas que se encuentran en las paredes del patio. Me adentro en cada una de ellas. Después de dos intentos fallidos en los que no encuentro al deseado personaje, entro en la tercera, dejando a mi derecha un chavalín sentado en el suelo que está liándose un porro.

‘¡Anda, ésta no es una sala de exposiciones!’. A la derecha hay unas oficinas, a la izquierda una biblioteca pública. Paso a la biblioteca, por curiosidad. Es una biblioteca toda de narrativa. ‘¡Qué sorpresa!’. Es una sola planta con mucha luz y estanterías verticales llenas de libros de narrativa, clásica y contemporánea. Los nombres de los autores resaltan en colores llamativos sobre el blanco de las estanterías.

Tres o cuatro estudiantes están por allí curioseando. ‘Serán amigos del porrero’. Nada especial veo en ellos. Dos mujeres de mediana edad y una señora mayor, de unos 70 años, también se afanan en encontrar sus novelas.

Sorprendentemente me fijo en la señora mayor. Tiene un voluminoso pelo blanco, gafas, anda un poco encorvada y lleva un vestido lila que no le queda mal. Me llama la atención la velocidad con la que pasa de una estantería a otra. Mira un libro, lo deja; extrae otro, se pone la mano en la barbilla, lo vuelve a dejar.

Lleva ya un libro debajo del brazo, pero tapándose la barbilla, mira continuamente a izquierda y derecha, en busca de otro. ‘Sí que se toma en serio esto de escoger libros. ¿Qué estará buscando?’. Como si fuese Woody Allen haciendo el tonto en una librería de Manhattan, me dispongo a seguirla. Ella se acerca a una estantería, saca uno o dos libros, los mira, incluso se entretiene a leer la sinopsis y los vuelve a dejar. A los cinco segundos llego al estante y compruebo lo que acaba de llamar su atención y provocarle pequeñas dudas. ‘¿Corín Tellado? ¿Tanta preocupación por Corín Tellado? ¡Qué decepción! Yo que pensaba que era una catedrática universitaria…’

Pero la señora continúa su angustiada búsqueda. No para ni diez segundos en un estante. ‘No creo que se lea las sinopsis; en ese tiempo, ni el ISBN. Aunque ..., ¿quién se pararía a leer el ISBN?’.

Nueva estantería. En ésta se detiene más tiempo. Incluso se permite hojear un libro. Voy para allá. ‘¡Coño, William Faulkner! Señora, me tiene usted despistado. ¿Qué clase de mente es ésa que pasa en menos de un minuto de dudar entre una novela de Corín Tellado y otra de Faulkner?’

Por un momento me viene a la memoria aquella frase del gran Sazatornil en Amanece que no es poco: “Y… ¿no podría usted haber plagiado a otro? ¿Es que no sabe que en este pueblo es verdadera devoción lo que hay por Faulkner?”. No, no creo que esta buena señora tenga esas intenciones. ‘¡Vaya! Con la tontería, se me ha escapado. ‘

Comienzo a buscarla por toda la biblioteca. Recorro un pasillo, giro a la derecha. Miro, no está. Desde ese punto giro a la izquierda, sigo andando, miro a la izquierda y tampoco está. Echo una mirada circular a toda la sala. ‘Ah, ya la veo.’, en la esquina opuesta de la biblioteca. ‘¿Cómo demonios ha llegado hasta allí tan rápido? Esta señora está espídica. ¡Mierda, ya lleva dos libros en la mano!’. Pero aún le falta un tercero.

La señora retrocede, esta vez con paso más decidido y se dirige a las estanterías que anteriormente visitó. ‘¡Anda!, al final se lleva el de Faulkner’. Lo mira de nuevo, por última vez, sosteniéndolo en la mano, levanta la mirada hacia el techo, sonríe de modo casi imperceptible y se encamina hacia el mostrador de préstamos. Sus pasos son ahora más pausados, pero directos.

De forma estúpida me dirijo también hacia el mostrador y me sitúo detrás de la esquina de la estantería más cercana. Me parapeto detrás de Borges y su Historia Universal de la Infamia. Me siento ridículo en esta postura, como si de un personaje de Eduardo Mendoza se tratara. El caso es que apoyado en la estantería, trato de adivinar qué libros ha escogido: Relatos, de William Faulkner… Definitivamente esta señora tiene caché. ‘¡Bien hecho!’. Casi sin tiempo para reflexionar sobre ello identifico el segundo libro: ‘¡Joder, pero si al final se ha llevado a Corín Tellado! Se casó con la otra.’ No sé si tiene caché o trastorno bipolar. O me está vacilando, que también puede ser. ‘¿Cuál será la tercera?’. No la veo. Es un libro blanco y me cuesta verlo. El caso es que reconozco su portada. El libro me resulta familiar. ‘¡No me lo puedo creer!’. Ha cogido El Amante de Lady Chatterley. Si ahora va a resultar que la señora tiene nostalgia erótica de su juventud. ‘Señora, si esta historia fuese más larga la invitaba a un café.’.

A la jovencita que la atiende en el mostrador también le llama la atención la selección. Comienza a poner los matasellos a cada uno, le sonríe despreocupada y como quien no quiere la cosa le dice:

  • "Curiosa elección, señora. No le pega ninguno de los tres libros.”
  • Con una voz triste y mucha parsimonia le contesta: “¡Ay, niña! Los días de una señora como yo son muy largos. Me da tiempo a sentirme enamoradiza, trágica, serena o profundamente sola. El de Lawrence es un capricho. En realidad ya lo he leído, pero me gustaría rememorar algunas sensaciones”.
  • La chica le sonríe, casi riendo. “¡Que tenga un buen día!”.

La señora coge sus libros y se va tranquilamente.

La chica mira hacia la estantería en la que estaba escondido y me hace una pícara, pero simpática mueca. Yo le devuelvo la sonrisa y me doy la vuelta torpemente pretendiendo seguir con mi búsqueda de libros.

Si hubiese hecho este experimento 40 años atrás también la hubiese seguido a ella.

miércoles, 11 de junio de 2008

A 20 metros, otra realidad

(Terminado)

Capítulo I. Las dos panaderías

Recuerdo esa panadería que está tan cerca de mi casa desde que puse el pie aquí por primera vez. Y digo bien pie, en singular, porque la otra pierna venía escayolada de arriba a abajo por aquel entonces. Pero ésa es otra historia que quizás en otra ocasión relate.

Si me sitúo en el portal de mi casa, mirando a la calle, la panadería se encuentra a unos 20 metros a la derecha. A unos 100 metros a la izquierda, existe otra, tan pequeña como la primera, pero que tiene mucho más éxito. Las mañanas de domingo, cuando me pillan despierto, salgo a la calle y miro en ambas direcciones. A la izquierda observo una cola muy larga que da la vuelta a la esquina para entrar en el afortunado local. Sin moverme, giro el cuello a mi derecha y donde debiera aparecer otra cola, distingo a dos de las empleadas apoyadas en la puerta charlando con la necesidad de matar el tiempo.
Hace ya más de 10 años que vivo en este barrio y la imagen se repite todos los domingos. Al menos aquellos en los que pongo el pie en la calle antes de la hora de comer.
No sé si esta falta de éxito provoca en mí una especie de absurda compasión que me lleva a comprar el pan allí o quizás sean los 80 metros de diferencia respecto al portal de mi casa. Soy vago, pero mi pereza no alcanza cotas tan extremas. Sencillamente me ahorro la cola y solamente por eso, el pan me sabe exquisito, aunque no esté recién hecho. A diferencia de muchos ciudadanos de esta capital, a mí no me gusta nada hacer cola. En realidad siempre pensé que no le puede gustar a nadie, pero desde que vivo en Madrid albergo serias dudas sobre esta teoría.

Pero desde la última reforma que ha sufrido el local los resultados, por primera vez en años, no son del todo malos. Quizás ésa sea la razón que me ha llevado hasta allí de nuevo, dado que llevaba un tiempo intentando eliminar, sin ningún tipo de éxito, el pan y los dulces de mi dieta.
Normalmente regreso en coche de mi oficina a eso de las dos de la tarde, aparco en segunda fila delante de los contenedores de basura - soy un madrileño al uso -, dejo la luz de emergencia encendida, me bajo del coche y entro en la panadería para comprar mi baguette.

Es un local alargado y estrecho. Según traspasas la puerta, a la derecha queda el mostrador con los pasteles estrella: borrachuelos, trufas, bambas de nata y todas esas delicias que una vez pasados los 30 se convierten en tus amados enemigos. Si continúas por el pasillo te encuentras con los hojaldres, los sándwiches preparados, las agujas de carne y otras variedades saladas. Y solamente un paso más hacia el interior, aparece el mostrador del pan. Ocultado entre el final del mostrador de saladitos y algunos adornos que en mi humilde opinión sobran, se encuentran tres estanterías con todas las combinaciones posibles de barras y panes que no voy a enumerar para ocultar mi ignorancia sobre el tema y porque yo siempre me llevo una triste y simple baguette. Por último, al fondo del pasillo se encuentra la novedad más llamativa de los últimos tiempos y que parece ser uno de los secretos del resurgimiento. Es una pequeña, casi diminuta, barra de cafetería detrás de la que se encuentra una cafetera moderna y funcional. Y sirviendo los cafés a quien decide sentarse en un taburete (tres como máximo) se encuentra Sarita, una preciosa mulata de ojos negros con una edad difícil de precisar - en ningún caso alcanza los 30 - que te pone un cortado o te vende una baguette mientras analizas uno por uno cada recoveco de sus 170 voluptuosos centímetros. La fantástica sonrisa que te ofrece al final de cada transacción es un regalo irrechazable.

'Ah vale, ahora recuerdo por qué he vuelto a esta panadería'. Disculpen la charla que les he metido hasta el momento.

Capítulo II. La panadería

Después de un romance fallido a orillas del mar, llevaba un tiempo lamiéndome las heridas en mi piso de Madrid. Más cerca de los 40 que de los 30 la prudencia y la resignación se hacen compañeras casi perpetuas de viaje y terminas huyendo de aquellos lugares que te recuerdan el aroma de la mujer perdida. Así pues, evitaba cualquier intento de revivir las azules y sensuales madrugadas del Mediterráneo, y me dedicaba casi por completo a ingerir dosis excesivas de asfalto y encierro madrileños.

No obstante la chica de la panadería había conseguido llamar mi atención. En realidad ella solamente se había limitado a entregarme las baguettes, servirme los cafés cortados y darme el cambio en la mano como a cualquier otro cliente. Pero esa arrebatadora sonrisa que me regalaba después de cada protocolaria compra del pan, le ponía el broche a mi - opino yo - descarada inspección de todas y cada una de sus curvas resaltadas últimamente por un pantalón de tela elástica negra ceñido a su cuerpo.
Las innumerables veces que había pasado por este tipo de situaciones durante los últimos 20 años de mi triste existencia se saldaban normalmente con un balance nulo en lo que a las acciones posteriores se refiere. La timidez puede llegar a ser una losa absurda que te tiene maniatado durante años. Sin embargo, en esta ocasión, la necesidad angustiosa de olvidar cuanto antes el color anaranjado del sol al despertar cada mañana por la costa de la Luz, me proporcionó un plus de energía suficiente para ponerme a pensar en mi plan de ataque.

Al principio aumenté mi frecuencia de visitas a la panadería. Ya no sólo iba los días laborables a la hora de comer. Ahora también me acercaba los fines de semana dos o tres veces para comprar saladitos y pasteles borrachuelos. Sobra decir el efecto perverso que aquellas visitas produjeron en mi exquisita línea curva.

Cada vez que iba, a falta de creencias religiosas a las que agarrarme, cruzaba los dedos por detrás de la espalda al pasar por la puerta para encontrarme con ella. Y aunque no siempre obtuve el éxito deseado, el porcentaje de aciertos fue aumentando en base al sencillo método de ensayo y error que puse en práctica de manera continua durante un mes y medio. Para entonces la gerente del local, una mujer de unos 40 años, agradable y despierta, ya se había dado cuenta del aumento sustancial en la frecuencia de mis visitas. Además de ellas dos, te podías encontrar con una tercera dependienta, de origen quizás de Europa del Este, mucho menos agraciada en mi humilde y no niego que frívola opinión. La gerente había atado cabos perfectamente y tenía claro cuáles eran los dos componentes de la pareja con los que jugar. -“¡Sarita! Está aquí tu cliente preferido”. Decía la muy alcahueta sin ningún tipo de rubor.

Y Sarita aparecía por detrás del mostrador de saladitos, haciéndose la despistada, pero con una sonrisa muy agradecida.

- Ah, hola, ¿qué tal?”. Me preguntaba.

- “Bien gracias, ¿y tú?”. Acertaba a decir con una elocuencia a todas luces ridícula, mientras un color se me iba y otro se me venía imaginando lo bien que se lo estaba pasando la gerente a nuestra costa.

- “Bien también. Aquí,…, trabajando. ¿Una baguette?”

- “Sí, por favor. Sesenta céntimos, ¿verdad?”

- “Sí, así es”.

- “Toma”

- “Aquí tienes la vuelta”

- “Muchas gracias”

- “A ti”

- “¡Hasta luego!”

- “¡Adiós!”

Y salía por la puerta un día tras otro con el rostro serio y las orejas bien gachas. ‘Esto no puede seguir así’, me decía a mí mismo cada vez que abría la puerta de mi casa. ‘Voy a batir el récord de frases estúpidas a lo largo de un año. Esta estrategia hace aguas por todos lados.’.

Capítulo III. La lucecita

Un mañana, sentado en la mesa de mi oficina mientras organizaba mi escritorio vi mis tarjetas de visita. Ahí estaban, casi intactas en su caja de plástico transparente. Siempre que voy a una reunión se me olvidan. Cuando todo el mundo comienza a hacer el protocolario reparto de cromos yo me limito a recoger las de los demás y prometerles un correo-e con mis datos. Alguna vez mi jefe me ha llamado la atención directamente por esto, pero ni así soy capaz de acordarme. Sin embargo, al observarlas de nuevo, se me encendió una pequeña luz. Cogí una de tantas y le di la vuelta. Por el revés de la tarjeta escribí una frase sencilla, pero simpática: “Me encantaría conocerte, pero este sitio es muy pequeño y nunca estamos solos”. Debajo de la frase incluí mi número de teléfono móvil, mi nombre y un beso, por si aún le quedaba alguna duda. Me guardé la tarjeta en la cartera y decidí que mantendría mi frecuencia de visitas, pero ahora mucho más atento para encontrar el momento preciso de entregársela y evitar al mismo tiempo las miradas inquisidoras de la sempiterna alcahueta allí presente.

Sabía perfectamente que mi estrategia requería de una dosis adicional de paciencia porque el tamaño de aquella panadería complicaba mucho un encuentro a solas entre Sarita y yo. Uno llega a ser tan tímido que la sola idea de invitarla a quedar conmigo delante de gente que mira hacía que me temblaran las rodillas. Aquello estaba completamente descartado.

Aquel mismo día, a las dos y cinco de la tarde, aparqué mi Citroen delante de un contenedor de obras, extraje la tarjeta de la cartera, me la puse en el bolsillo de la camisa y entré a comprar el pan. Mi intención era sacar la tarjeta del bolsillo con la velocidad de Juan Tamariz y entregársela solamente un segundo después de que me diese el cambio. Pero Sarita estaba sirviendo unos cafés a unos turistas con aspecto de suecos despistados y su compañera rumana, o polaca, o búlgara, no lo sé, servía el pan. Así que compré la barra con cierta desgana, le pagué los sesenta céntimos exactos y me fui despidiéndome sonoramente.

Al día siguiente volví a hacer el intento, dejando el coche delante del mismo contenedor de escombros – ¡qué bien vienen estas obras para según qué cosas! – y entré en la panadería, sin olvidarme de cruzar los dedos a mi espalda. ‘Bien, ¡es ella la que vende el pan!’, pensé nada más entrar.

- “Hola. ¿Qué tal?”. Volví de nuevo con mi intelectual conversación.

- “Bien, ¿una baguette?”. Me respondió a la altura de tan profundas disquisiciones.

- “Sí, como siempre; ya sabes, para la comida”. Vergüenza me da recordarlo.

Pero mientras ella se daba la vuelta para meter la baguette en la bolsa de papel, me fijé en que la gerente estaba sentada en el último taburete de la barra sin quitar ojo a la operación de su Calixto y su Melibea. ‘¡Qué tía pasanta1! No me quita ojo. Así no hay quién funcione’. Pensé mientras Sarita me entregaba la barra y yo le pagaba con una moneda de dos euros.

1.- Pasanta: adjetivo que se aplica de forma peyorativa para describir una persona cotilla en determinadas zonas de Castilla-La Mancha.

Y me despedí de ella como de costumbre con la sensación de que mi plan, si quería mantener intacta mi dignidad de chico desesperantemente tímido, aún tenía fisuras que tapar.

Aquella semana hice dos intentos más con el mismo y decepcionante resultado. Así que, el viernes por la tarde, fuera de la oficina, me dediqué a darle vueltas a mi estrategia, buscando bien alguna técnica con que mejorarla, bien la decisión para cambiarla por completo. Después de mucho pensarlo, me decidí por la primera opción.

Estuve ensayando en mi casa con un billete de 20 euros y la tarjeta de visita con mi número de móvil. La técnica consistía en darle el billete – para pagar una triste baguette – y la tarjeta oculta por debajo del mismo. En principio pensé en pegarlos, pero me asustó la posibilidad de que Sarita no se diera cuenta y la tarjeta acabara junto con el billete en la caja registradora. Esto podría llegar a tener unos resultados de todo punto inesperados. No quería ni pensar en qué hubiera pasado si la celestina gerente encuentra la tarjeta con esa frase pegada al billete.

El sábado, a eso de las dos de la tarde, ya sin la necesidad de aparcar el coche en doble fila, me presenté en la panadería con mi billete de 20 euros y la tarjeta de visita sujetados por distintos dedos de la misma mano. Evitar a toda costa que la gerente se diera cuenta de la maniobra empezaba a ser más una cuestión de orgullo que de timidez, pero ya tenía la necesidad de llegar hasta el final.

- Hola. ¿Qué tal? Ya veo que no descansas ni los fines de semana”.

- “Pues sí, la vida, que es así de dura. Una baguette, ¿verdad?”. Continuábamos nuestras filosóficas charlas.

- Sí, una baguette y medio kilo de saladitos, que tengo visita esta tarde”. Improvisé mientras apuntaba a los saladitos con la mano izquierda, manteniendo la derecha con el billete y la tarjeta por debajo del mostrador y pensaba en el atracón de hojaldre con salmón ahumado y sobrasada que me iba a dar aquel fin de semana.

Mientras me los preparaba con toda la delicadeza del mundo, observé que su jefa, muy a su pesar, se encontraba atareada detrás de la barra de la cafetería, sirviendo unos cafés en un desesperado spanglish a otros turistas de la zona. ‘Perfecto’, pensé. ‘Si no fueras tan cotilla, te ayudaría con el inglés, pero aquí, cada uno a lo nuestro’.

Sarita acabó su tarea con exquisito gusto incluso para ponerle el lazo de colores al paquete de saladitos y me lo entregó en mi mano izquierda, que fue la única que le ofrecí. - “¿Cuánto es?”, le pregunté.

Se dio la vuelta, hizo las necesarias operaciones en la máquina registradora y volvió al mostrador para decirme:

- “Son 6 con 40”.

- “Toma”. Saqué la mano derecha de debajo del mostrador y le puse en la suya el billete de 20 euros y la tarjeta de visita escondida de mala manera detrás, mientras le añadía con una voz muy tenue: “Esto también es para ti”.

Ella cogió la tarjeta, la leyó por encima, sonrió y se fue a la máquina registradora para coger el cambio. Se dio la vuelta y me lo entregó junto con otra sonrisa mucho mayor, que por un momento, resultó casi una risa nerviosa.

Nos despedimos como si nada de esto hubiera ocurrido y salí por la puerta con mi baguette, mis saladitos y una sonrisa de oreja a oreja que antes me aseguré de que no se viera por el espejo de la entrada. Tenía todos los detalles bien atados.

La primera parte de mi plan había terminado con aparente éxito. Ahora tocaba esperar.

Capítulo IV. Esperar…

En línea con mi carácter introvertido, me dediqué a esperar una llamada suya durante las siguientes semanas, sin volver a poner un pie en la panadería. Me moría de la vergüenza. Las fuerzas que utilicé para introducir la tarjetita entre el billete y sus manos ya se me habían terminado. La llamada no llegó nunca.

Volví a mi rutina de trabajo, piscina, cañas y televisión, comentando la jugada con algún amigo que, como era de esperar, rechazó la estrategia de la tarjetita de plano. Supongo que le parecería propia de una peli de Meg Ryan. Es evidente que no entraba dentro del paradigma “aquí te pillo, aquí te mato”, pero con el tiempo he llegado a pensar que cada uno ha de luchar con sus armas. Y si pierdes, pues triplicas la dosis de cañas y a dormir.

*********

Estaba una tarde de domingo viendo con placentero aburrimiento los play-offs de la NBA en la televisión. Mientras Pau Gasol hacía mates a una mano tras asistencias de Kobe y las cheerleaders agitaban sus pompones de esa forma tan absurda, yo pensaba cosas como ‘¿Que necesitará K. Bryant para ligarse a esas adolescentes saltarinas? ’. Me abría una cerveza. ‘Un chasquido de sus dedos.' 'Otros nos dedicamos a inventar estrategias de salón con tarjetitas y chorradas’. Le daba un trago a la cerveza.

‘Un mensajito. ¿Quién será ahora?’.

- "Hola. ¿Qué tal estás?”, decía el escueto mensaje.

- “Bien, aquí descansndo. Pero staría mejor si supiera quién eres”, contesté. Aunque me coma vocales en los SMSs, me niego a dejar de poner las tildes.

- “Ja,ja... Hace un tiempo entregaste una tarjetita a una chica, recuerdas?”. Era rápida contestando la tía.

- "Lo sospchaba. Pensé que no te interesba”. Le escribí todavía desde el sofá.

- "Estuve muy liada. Pero el otro día te vi pasar y como ya no vienes a por el pan”.

Ya se lo dijo Hannibal Lecter a Clarice, “deseamos aquello que vemos”.

- “No me atreví a ir por allí. Hay poco spacio y muchos ojos mirando”

- “Hiciste bien …”

- “¿Quieres que quedemos?”

- “Vale”

- “¿Qué día libras?”

- “Los lunes y los miércoles. Los findes siempre trabajo”

No estaba la situación para ponerse exquisitos con el horario, así que acepté sin pensarlo dos veces. Y concertamos una cita para el día siguiente a las nueve y media de la noche por el barrio.

Teniendo en cuenta mis anteriores conversaciones con Sarita, ésta había sido digna de cualquier tertulia radiofónica. Las cheerleaders y los mates de Gasol pasaron a un segundo plano y mi imaginación se disparó durante el resto de la tarde dominical.

*********

Quedamos en la puerta de una oficina de Correos que estaba en cuesta. No encuentro ninguna explicación lógica a este hecho. Allí estaba yo esperándola mientras ella subía la cuesta digna y sonriente.

No relato la conversación inicial porque ya estoy harto de quedar en evidencia a base de frases moñas y predecibles. Decidimos tomarnos algo por los bares del barrio. Como algunos ya se pueden suponer, yo ya había elegido el sitio dónde llevarla. El comienzo debe ser prudente, pero elegante. Así que nos fuimos a una especie de taberna andaluza muy limpia y cuidada. Estaba tan limpia que por no haber no había ni clientes. Eso ya me gustaba un poco menos, pero no se pueden controlar todos los detalles.

A partir de su primera decisión pude deducir que mi plan, mi estrategia perfectamente pensada de aplicar un ritmo paulatinamente creciente a la velada iba a ser un completo fracaso. Yo me pedí un vino blanco, ella un zumo.

- “¿Mañana trabajas?” Le pregunté.

- “No. Es que no bebo. ¿Y tú?”.

- “Sí, pero bueno, no importa. Yo sí que bebo.”. Respondí con poc- as vacilaciones. “¿Sabes? Llevo preguntándome un montón de tiempo de dónde eres. Lo reconozco, me tienes intrigado”.

- “¡Ja, ja! A ver si lo adivinas...” Me propuso con gracia.

- “Uff, no estoy muy seguro. Yo diría que eres brasileña.” Respondí, esperando por muchos motivos acertar.

Pero ella, risueña, movió la cabeza en sentido negativo.

- “¡Vaya, pues hubiese jurado que eras de allí! ¿Dominicana?”, hice mi segundo intento.

- “Nada, tampoco”.

- “Umm, pero ¿me estoy acercando?”

- “Pues la verdad es que no, no te estás acercando nada”. Me respondió ella muy divertida.

Esta respuesta me dejó bastante desconcertado. Leyendo entre líneas eso significaba que tendría que cambiar de continente. Y reconozco que no iba mentalmente preparado para un cambio así.

- “Me dejas de una piedra. No sé, ¿de la Guayana Francesa?”. Aún me resistía a salir de Sudamérica. Juraría que alguna vez le escuché alguna palabra en francés.

- “Nada, ni de lejos”.

- “Pero tú sabes francés, ¿verdad?”. Le inquirí para tener algún dato útil.

- “Sí, por supuesto. Je parle français parfaitement”. Su entonación era perfecta.

- “¡Ostras! – si hubiese estado yo solo hubiera soltado un vulgar “Hostia puta”, pero no era cuestión -. Eso me conduce a África”. Dije un poco perdido.

Asintió con su perpetua sonrisa.
Pues si habla francés perfectamente, es africana y yo estoy más perdido que Tom Cruise en las Fallas de Sevilla de Misión Imposible II, esta chica es marroquí o argelina, o qué sé yo.

- “De África solamente conozco Marruecos y allí hablaban francés en casi todos los lugares que visitamos”. Dije con pocas esperanzas de acertar.

- “Efectivamente, el francés es mi segunda lengua. La domino casi tanto como la primera y sí, soy marroquí”. Me respondió con total parsimonia y un castellano mucho más que aceptable.

- “¿Cómo he podido llegar a pensar que eras brasileña? ¿De qué parte de Marruecos?”, pregunté absolutamente desconcertado.

- “De Marrakech”.

- “Anda, donde el Mamounia”, dije para ganar tiempo mientras trataba de asimilar que mis ideas de playas paradisíacas en Copacabana habían sido radicalmente sustituidas por versículos del Corán. Sí, lo reconozco, hay muchos prejuicios en estos pensamientos, pero son los que pasaron por mi mente.

- “Sí. ¿Lo conoces?”, me preguntó.

- “Sí, estuve allí con dos amigos y me las tuve tiesas con los aguadores en el mercadillo de Marrakech.”. Respondí tratando aún de recuperarme de la sorpresa.

- “¿Por qué? ¿Qué te pasó?”

- “Bueno, no estuve muy listo. Digamos que saqué la máquina para hacerle fotos a un aguador o a un encantador de serpientes, no recuerdo bien, y antes de apretar el botón noté como tres brazos me agarraban y me obligaban a pagar por hacer la foto”.

- “¡Vaya! Sí, son muy habituales esas cosas. ¿Y les pagaste?”

- “Sí, les pagué. Lo que pasa es que no recuerdo haber echado la foto”. Respondí buscando una estúpida compasión por mi parte.

Así pasamos el resto de la velada, dos vinos y dos zumos concretamente, en los que le dio a tiempo a contarme que era Licenciada en Económicas - el hecho de que estuviese trabajando en una panadería es una pregunta que yo también me hice a mí mismo, pero no tuve el valor de pedirle su opinión -, que había estado viviendo en Francia dos o tres años. Que se vino para España porque su hermano le tenía mucho aprecio y eso le provocaba unos celos terribles a la cuñada francesa. No quise entrar en detalles sobre aquella historia; me pareció un agujero negro innecesario de investigar. O quizás no tenía ningunas ganas de hacerlo.

Casi cuando nos íbamos, haciendo un rápido balance de la situación, llegué a la conclusión de que mis posibilidades se habían reducido enormemente debido, insisto, a todos los prejuicios que inundaban mi mente de mujeres brasileñas rodando en minúsculos bikinis por la arena de las playas de Río mientras Mahoma predicaba su musulmana castidad a voz en grito en medio de todo aquel desbarajuste onírico pasajero. Después de estos segundos de paranoia decidí dejar todas las cosas claras:

- “¿Tienes novio?” Le pregunté con total desvergüenza.

- “Sí.” Me respondió, ahora con una sonrisa mucho más forzada. E inmediatamente añadió: “Pero no me va muy bien con él. Últimamente nos hemos distanciado mucho”.

Esa última aclaración no solicitada me dejó sumido en un mar de dudas. ¿A qué me agarraba entonces? ¿Era una mujer musulmana tradicional o sus estancias de varios años fuera de su país hacían de ella una persona con mentalidad más abierta? Además tenía novio, pero se había apresurado a aclararme que le iba mal con él. ¿Y si el novio resulta muy posesivo y me estoy metiendo en un berenjenal impredecible a 20 metros de mi casa?

En ese lamentable estado se encontraba mi mente cuando me dispuse a acompañarla hasta su casa paseando. Ella en principio se negó; prefería coger el autobús. Pero el hecho de que la distancia desde la parada del autobús hasta su casa apenas llegase a los 400 metros jugó en mi favor y no lo quedó más remedio que aceptar mi caballerosa propuesta.

Llegamos a las inmediaciones de su casa charlando de cosas mucho menos interesantes, como si hubiésemos vuelto a las primeras conversaciones de la panadería. Y cuando ella lentamente fue parando sus pasos unos metros antes de la puerta, yo volví a sufrir un ataque de inesperada indecisión en el que me las tuve que ver con las distintas formas de despedirme. Entre el beso en la mejilla, el beso en los labios o un sencillo y casto apretón de manos, opté por acercarme a su cara para besar su mejilla. Pero en el último momento, seguro de que ella había aceptado esa forma como la más adecuada, cambié de opinión y le besé dulcemente el cuello.
A su cara de sorpresa y se podría decir que de terror respondí con una amplia y tranquilizadora sonrisa. Con un leve movimiento de mi mano, según me iba separando, me despedí antes de que asimilase el ataque, sorpresivo incluso para mí.

Capítulo V. Acelerar ...

Volvieron a pasar varios días desde aquella cita. Yo diría que incluso un par de semanas. Pero en esta ocasión no estaba dispuesto a esperar mucho más. Aún así era consciente de que mi último gesto aquella noche había sido un riesgo cuyas consecuencias no eran fáciles de medir. En condiciones normales tenía más papeletas para ser un paso adelante, pero cuando enfrente puede que estés encarando el Atlas marroquí, las dudas se multiplican y no podía olvidarme de aquella expresión de estupor que se le había quedado a la pobre chica.

En estas circunstancias volví a acordarme de Hannibal Lecter. Que nadie piense que es mi referencia, pero aquella idea - no recuerdo la frase literal -, de que "deseamos aquello que vemos" es, bajo mi punto de vista, del todo acertada.
Sabía que la panadería cerraba a las nueve de la noche todos los días, así que, un sábado, con toda la calma del mundo, unos 20 minutos antes de las nueve, aparqué mi cochecito en doble fila delante de unos contenedores que quedaban a 10 metros de mi casa camino de la panadería. Dejé las luces de emergencia encendidas, me introduje en mi casa, me duché, me arreglé como un jovenzuelo que se va a una fiesta a agotar toda la munición disponible y a las nueve y trece minutos exactamente aparecí en la calle con las llaves del coche en la mano.

Sé que ningún lector me creerá, pero mis cálculos resultaron absolutamente exactos, pues a las nueve y trece minutos las dos encargadas de cerrar, una de ellas Sarita, estaban girando la llave de la puerta de la panadería y se disponían a irse a casa. Mientras ellas terminaban rutinariamente su operación, yo me quedé de pie, paralelo a la puerta del conductor de mi coche, esperando a que me viesen para saludar. En ese mismo instante, aparcó en la cera de enfrente un antiguo Renault azul clarito que dejó el motor en marcha.

La compañera de Sarita me vio a mí y vio el Renault azul en la otra acera. Primero se preocupó de saludar al conductor de aquel coche y, sin dejar pasar un instante informó a su compañera de que quien las esperaba ya había llegado, pero además, había un tercero en discordia totalmente inesperado, clavado al lado de su coche y con la mirada fija en la panadería. Y después de hacer esto, cruzó la calle con tanta prisa como osadía. Sarita, sin embargo, con una actitud mucho más dubitativa, se acercó a la calle, me miró de soslayo, no pudo reprimir una sonrisa de inesperada satisfacción y, durante más de 15 eternos segundos estuvo pensando en cuál de los dos coches montarse. Pensé que el problema sería el tráfico que a esas horas hubiera en la calle, pero para mi sorpresa, ningún coche transitaba en esos momentos en ninguno de los dos sentidos. En última instancia también ella cambió de acera. Había perdido la batalla, pero estaba seguro de haber conseguido mi objetivo fundamental: que me volviera a ver.

Dos días después recibí un mensaje suyo.

Y volvimos a quedar. Esta vez un viernes, para ir al cine. La recogí de nuevo en la cuesta de la oficina de Correos - se había convertido en nuestro punto de encuentro fijo - y fuimos a mi lugar preferido de todo Madrid, la calle Martín de los Heros y alrededores. Aparqué el coche en el interior del parque del Templo de Debod, como tantas veces ya había hecho y nos dirijimos tranquilamente a ver las películas que ponían en alguno de los 4 multicines que allí se encuentran.

A estas alturas ya muchos imaginarán que tenía en mente la película que veríamos. Por supuesto. No soy dado a películas de acción, ni a romanticismos fáciles, pero tampoco pensaba meter la pata eligiendo una de esas películas que nos obligan a estrujarnos los sesos para captar el sentido de cada frase. El cine son imágenes y palabras, pero han de entrar por los ojos, si me apuras, por los sentidos. Para ello mi elección creía que era perfecta: "Una mujer partida en dos". Como más adelante pude comprobar, contiene una buena dosis de intriga, asesinatos, celos y sexo. Era la salsa que buscaba.

Pero Sarita, lejos de tener una postura conformista, empezó a leer todas y cada una de las sinopsis de las películas que le llamaban la atención. Y cuando le recomendé la mía, se tomó el tiempo necesario para saber exactamente de qué iba. Pasado un minuto largo, me miró a la cara, sonrió y siguió buscando. No le convencía el argumento. 'Mierda', pensé mientras la seguía en espera de que encontrase la película de su gusto.
Para mi sorpresa eligió una de Penélope Cruz y Ben Kingsley, aunque se ocupó de dejarme claro que Pe le cae mal, pero el argumento le parece interesante. Compramos las entradas y nos metimos en el cine. Antes de que la peli empezara, revisé el argumento. 'Un profesor universitario cerca de los 60 años se enamoraba de una alumna de veintitantos...'
Dos cosas se me ocurren: Una, hacer que Pe parezca una veinteañera requerirá muchas sesiones de maquillaje. Dos, teniendo en cuenta que yo le saco 9 añitos a Sarita, Ben Kingsley me va a hacer un gran favor.
Quizás el favor me lo hizo Pe. Tal y como sospechaba, Penélope nunca ha sido alérgica a quitarse la ropa y, dentro de unos niveles no excesivos, la película nos mostró un ramillete de escenas eróticas en las que los pechos de la española aparecían en todo su esplendor. 'Yo no he elegido esta película', pensé para mis adentros. 'Y daría 100 € por saber qué está pensando ahora mismo la chica que tengo en el sillón de al lado'. No se lo pregunté, por si alguien lo dudaba.

Terminó el cine y nos fuimos a tomar algo. Casi todos los bares de esa calle me resultan familiares. Así que decidí llevarla a uno de los más íntimos. Con la barra a la izquierda, la luz a media intensidad y la música suave. Nos pedimos una copa y un zumo y comenzamos a charlar sentados en dos sillas altas. Pronto me dejó claro que las cosas con su novio habían terminado. Resultó ser un abogado con ascendencia árabe, posesivo cuando de su novia se trataba, pero muy alegre para relacionarse con otras mujeres. Francamente, con saber que ya no tenía novio me bastaba. Del resto prefería saber lo menos posible. Así que, sin escrúpulos ningunos, cambié bruscamente de tema:

- "¿Este verano tienes vacaciones?", le pregunté.

- "Sí, claro. Tengo todo el mes de agosto", me respondió.

- "¡Qué bien! Y ¿qué vas a hacer? ¿Te irás a tu país? Imagino que hará tiempo que no ves a tus padres".

- "Hace tiempo que no los veo y creéme, tengo ganas de verlos, pero no sé si voy a ir este verano por Marrakech", me contestó de forma algo enigmática mientras su rostro se tornaba serio con esas palabras.

- "Ah, ..., vale. Y entonces, ¿qué harás?", le pregunté algo sorprendido por la respuesta.

- "No sé, quizás me vaya a Javea con una amiga y luego a Huelva. Me ha invitado la gerente de la panadería".

- "Anda, ¿la celestina es onubense?"

- "¿La qué?"

- "No, nada, cosas mías. Huelva tiene unas playas muy chulas."

- "Sí, eso me ha dicho. Me gusta mucho la playa y por eso quiero ir por allí. ¿Cómo la has llamado?".

Y así pasamos un rato agradable charlando de temas intrascendentes. Ella aprendió lo que era una celestina y yo fui saltando de un tema a otro sin terminar de encontrar una puerta abierta por la que entrar.
Al rato, decidimos que la noche estaba llegando a su fin y teniendo en cuenta que trabajaba al día siguiente, lo adecuado sería irnos a casa. Durante el trayecto desde el pub al coche prácticamente no dijimos palabra, escudándonos en que se había puesto una noche fresca y escasamente lluviosa preferimos acelerar el paso sin charlas. Llegamos al coche, abrimos las puertas y nos metimos dentro. La miré sonriendo, ella me devolvió la sonrisa y yo dudé durante unos segundos. Pero arranqué el motor y puse el coche en marcha. Tras veinte minutos llegamos a la puerta de su casa. Paré el motor, puse la luz de emergencia y le pregunté:

- "¿Te disgustó la forma que tuve de despedirme la otra vez?", le inquirí.

- Se rió estruendosamente y acabó diciendo "La verdad es que me dejaste helada, no me lo esperaba para nada". Hizo una pausa, yo no moví un gesto de la cara y volvió a decir "pero luego lo pensé más despacio y tengo que reconocer que me agradó".

Según mi trasnochado manual, no eran necesarias más palabras así que me incliné para besarla. Creo que el manual del Profeta no dice lo mismo. Una vez que sintió el roce de mis labios con los suyos, aguantó el envite un segundo y luego los separó. Desabrochó el cinturón, me sonrió de nuevo y abriendo la puerta del copiloto, se despidió.

Conduje tranquilamente mientras esbozaba una media sonrisa de incompleta satisfacción. Sabía que había avances, pero no tenía muy claro con quien o 'contra qué' estaba tratando. Llegué a casa y cuando estaba aparcando me llegó un mensaje al teléfono:

- "Me gustas mucho". Escueto y claro.

- "Tú a mí también. Pero desearía que nuestrs besos durasen + de 1 seg.", le respondí antes incluso de poner el freno de mano, en el coche.

- "Soy muy tímida, me cortas".

- "Yo tb soy tímido, pero me gusta besarte y tú te has dejado besar"

- "Es que si te beso y nos líamos, pasará tiempo y mañana me levantaré cansada". Contraatacó con cierto aire de frío cálculo.

- "Pasarás toda la noche pensndo en mí. Mañana starás cansda igualm." La chulería es imprescindible en estos casos, aunque no me la crea ni yo.

- "Qué seguro estás, no?", era la respuesta que esperaba.

- "Yo pensaré en ti en todo caso", era necesario no insistir en la pedantería anterior.

- "Yo también".

- "Mi casa está a 20 m. de tu trbajo. Mñana tndrías que madrugar menos". Sobre la mesa estaba mi último órdago.

Pero no contestó.

Pasaron 30 minutos y de repente sonó un nuevo mensaje en el móvil. "Estoy en la puerta de mi trabajo, debo de estar loca". El SMS es el invento del siglo XX, no hay duda. La llamé y le indiqué cómo llegar a mi casa.

Sonó el timbre de mi piso y abrí la puerta. Allí estaba ella más bonita que nunca, con una cara de 'me he vuelto loca' que trataba de ocultar entre risas muy sonoras. En los pocos segundos que pasaron de mi llamada al sonido del timbre había decidido que lo mejor era evitar las palabras. La dejé pasar y mientras colgaba el bolso en la percha de la entrada yo mismo le quité el abrigo. Lo colgué e inmediatamente pasé mi dedo índice por su espalda, desde el cuello, con una pequeña presión lo dejé caer lentamente hacia abajo. Y le besé el cuello, esta vez con mucho más tiempo y delicadeza que la cita anterior. - "Tranquila, seré muy dulce", le susurré. - "Vale", acertó a responder.

A la mañana siguiente a Sarita no le sirvió de nada que mi casa estuviese a 20 metros de su trabajo. Llegó más cansada que nunca.

Capítulo VI ... hasta el vacío

Las siguientes semanas son fácilmente imaginables. Nos veíamos todas las noches, en mi casa. Ella salía del trabajo, hacía como que se iba por la calle de la oficina de Correos y cuando estaba a mitad de la cuesta, deshacía el camino andado una vez que su jefa ya había ingresado en la estación de Metro. El timbre de mi casa sonaba a eso de las nueve y media. A las once y media cenábamos.

Había días que yo retrasaba mi hora de comer a sabiendas que de tres a cinco de la tarde la panadería estaba cerrada. A las tres en punto encendía las luces de emergencia del coche y a las cuatro y media estaba de regreso en la oficina, muerto de hambre.

Los fines de semana, consciente de que la gerente andaba con la mosca detrás de la oreja me paseaba por delante de la puerta del local y erguía la cabeza con exagerado aire de pasotismo mientras me aguantaba la risa. Al minuto recibía un SMS pidiéndome que dejara de vacilar tanto, porque sus compañeras la acribillaban a miradas inquisitorias. Por la noche los reproches a mis paseillos de payaso se transformaban en caricias. Las caricias daban forma a un preámbulo cada vez más corto que desembocaba en furor y olvido del mundo exterior.

Así estuvimos varias semanas, sin encomendarnos ni a Dios ni a Mahoma. Una tarde me mandó un mensaje al móvil diciéndome que aquella noche no podría venir. Su prima y compañera de piso, a la que aún no tenía el gusto de conocer, se había puesto enferma y tenía que cuidar de ella. Me pareció de lo más lógico, así que le contesté con todo el cariño del mundo deseando la pronta recuperación de la prima enferma y alguna obscenidad con la prima sana. Al día siguiente la prima seguía enferma y le pregunté si quería que las acompañara. Me respondió rápidamente que no era necesario. No dije nada y traté de relajarme en el sofá viendo la tele.

Cuatro días después sonó de nuevo el timbre a las nueve y media. Quise evitarlo, pero terminamos discutiendo. Lo reconozco, los celos habían aparecido en mi mente. No me esperaba aquel parón en seco. Y dado mi escaso conocimiento de su vida, solamente se me ocurría achacarlo a aquel abogado machista. Ella insistió en que la enfermedad de su prima había sido larga y que no podía dejarla sola. Al principio no me atreví ni a preguntarle qué enfermedad era aquella. Me aterraba pillarla en una mentira. Pero ella se adelantó y me habló de cólicos nefríticos, tan dolorosos y a veces tan largos. No tenía argumentos para arriesgarme. Aquel dolor era inhumano y si resultaba ser cierto, quedaría como un auténtico imbécil, incluso como un capullo. Aún me quedaba orgullo para aguantar.

Esa noche dormimos abrazados y en alguno de sus abrazos noté que temblaba.

Los días siguientes retomamos nuestra frenética rutina, aún más intensa que antes. Todas las mañanas recibía un mensaje solicitándome que retrasara mi hora de comer. Incluso si lo recibía fuera de la oficina, hacía lo imposible por estar en mi casa a las tres. Algún día crucé la M30 a velocidades que me avergüenzan. Mi frigorífico se llenó de barritas energéticas y bebidas isotónicas.

Su estado de ánimo era la consecuencia o la causa de todo aquello. Entraba en mi casa esbozando aquella sonrisa que sencillamente me sometía y, cuando creía que no la miraba, sus músculos faciales generaban un rictus hondo y grave. Mientras hacíamos el amor llegué a ver lágrimas en sus mejillas. Ella me dijo que eran gotas de sudor. Esas palabras podrían elevar mi ego, pero sólo aumentaban mi desconcierto.

Un lunes, a media mañana, mientras desayunaba un café con leche, croissant a la plancha y un zumo de naranja recién exprimido le mandé un mensaje para retrasar nuestra cita vespertina 15 minutos. No me contestó. Pensé que no se habría llevado el móvil al trabajo, así que llegué a casa a las 3 en punto. De la multa no me salvaba ni aunque fuera familia de Pere Navarro. Pero ella no acudió. La llamé y tenía el móvil desconectado. Me quedé algo desconcertado, pero aproveché para comer algo. Tampoco gran cosa, el desayuno continental me había llenado bastante. La llamé dos o tres veces más, no recuerdo, pero con el mismo resultado. Por la noche tampoco apareció, ni ella, ni su línea de móvil.
Así estuve dos días más, llamando a todas horas a un móvil permanentemente desconectado o fuera de cobertura. Al tercero, el mensaje cambió: 'El número al que usted ha llamado no existe'. El corazón me dio un vuelco de 180 grados; no se pudo recolocar en su posición inicial. Eran las diez de la noche y la panadería estaba cerrada. Aquella noche no dormí. Y a la mañana siguiente, en lugar de ir al trabajo, me presenté en la panadería a las 9 en punto. Solamente estaba la compañera de Europa del Este. En cualquier otra circunstancia me hubiese costado horrores expresarme de forma clara y concisa, pero a pesar de no haber descansado un solo minuto, en ese momento no tenía ni derecho a dudar:

- "Hola, disculpa. ¿Sarita ha venido a trabajar?", pregunté con aparente tranquilidad.

- "Eh, ..., no ... aún no ha llegado". Tardó varios segundos en terminar la frase.

- "¿Aún no ha llegado? ¿Entonces ayer estuvo aquí trabajando?", deduje rápidamente.

- "No, ayer era su día libre."

- "¡Vaya! Y ¿antes de ayer?"

- "¿Perdón?"

- "Sí, ¿que si vino el martes a trabajar?"

En esos momentos la chica se quedó vacilante y no supo qué responder. A su auxilio apareció por la puerta de entrada la gerente. Una vez que me vio, en cinco segundos pasó de una afectada estupefacción a bajar la mirada. Siempre he creído que las mujeres tienen una extraordinaria habilidad para disimular en situaciones complicadas, pero no parecía éste el caso.

- "Hola. Hacía ya mucho tiempo que no venías por aquí, ¿no?". Esteril intento de aparentar normalidad.

- "Sí, mucho. Esto ... estoy buscando a Sarita, ¿no sabrás tú dónde está? En teoría debería venir hoy a trabajar, ¿no?". Mi tono tampoco parecía muy relajado.

- No sé qué hizo más efecto, si la expresión de mi rostro o el tono de mis palabras, pero lo cierto es que no quiso ganar más tiempo y me explicó "Bueno, ayer me dijo que se iría a pasar unos días a Córdoba con una amiga. Me pidió los días libres y se los di. Ha trabajado mucho".

- "¿Ayer?, pero si era su día libre", respondí rápidamente. Estaba cansadísimo, pero aún me quedaban restos de memoria a corto plazo.

- "Sí ... , bueno, me llamó por teléfono para decírmelo". Al igual que la otra chica se tomó su tiempo para responderme.

- "Por teléfono, pe ...", respondí recordando mis infructuosos intentos de localizarla. Pero no me atreví a terminar la frase según me di cuenta de que podría haberla llamado desde una cabina o similar. "Bueno, si contactais con ella, ¿le podeis decir que me llame? Os lo agradecería de veras". Y me fui.

Instantes después llamé al trabajo y dije que había pasado muy mala noche. - "Un terrible dolor de estómago creo que debido a algo que cené en mal estado". Estoy seguro de que no se lo creyeron, pero la verdad es que me daba igual.

Evidentemente no me habían dicho la verdad, o toda la verdad. Si se había ido a Córdoba, ¿por qué había desconectado el móvil? Y peor aún, ¿cómo es que pasados dos días el número ya ni siquiera existía? Estaba abatido. Introduje la llave en la puerta de mi casa y pasé cabizbajo directamente al dormitorio. Me tumbé en la cama sin quitarme la ropa y mientras trataba de revisar la conversación de la panadería, frase a frase, para descubrir todas las inconsistencias, me fui quedando dormido.

Me desperté a la hora de comer y vi que tenía varias llamadas perdidas en el móvil. Traté de fijar la vista con los ojos aún vidriosos y las revisé. Todas eran de la oficina. Lancé el aparato contra el sillón del dormitorio y me desperecé rápido. Me duché, comí algo ligero y fui para la oficina.

Por la noche, antes de que cerrara la panadería me acerqué otra vez para preguntar. Hace unos meses me producía una vergüenza tremenda que supieran por qué me gustaba tanto ir allí. Ahora entraba casi sin saludar. Les insistí por distintos caminos, contándoles que su número de móvil ya no existía y alguna cosa más; pero ellas siempre respondían vaguedades. - "Con suerte, pronto estaría de vuelta". '¡Vaya frase de mierda!'

Nada me cuadraba y lo que es peor, estaba prácticamente seguro de que si algún día llegaba a saber la verdad, no me iba a gustar nada. Así me pasé todo el fin de semana. Dándole vueltas sin parar a cada detalle que me pudiese aportar algo de información. Su comportamiento después de la enfermedad de su prima había sido desconcertante. Evidentemente reflejaba un estado de ánimo muy anómalo; pero como aquellas alteraciones se tradujeron en una actividad sexual casi esquizofrénica, bien se podría decir que los fuegos artificiales me embelesaron como a un niño.

El lunes me fui a trabajar regularmente y a las dos y media volví a casa para comer. Mi intención era pasar por la panadería después de la comida para preguntar. Estaba casi seguro de que Sarita no aparecería en mi casa, por más que yo lo desease. Abrí la puerta del portal, entré por el pasillo de entrada y me desvié para comprobar el correo. Entre las cartas del banco noté una algo más gruesa. La extraje del pequeño montón e inmediatamente vi que estaba escrita a mano. No reconocí la letra, pero sí el matasellos: Marrakech. Y el corazón me volvió a girar, esta vez 360 grados, con lo que se volvió a quedar del revés. No reconocí la letra porque nunca la vi escribir, como nunca supe quién era su prima, ni sus amigos. En realidad nunca supe por qué accedió a aquel juego conmigo. Pero la carta era de ella.

Subí a casa corriendo y abrí la puerta atropelladamente. Dejé el resto del correo comercial en un sillón y me senté en el sofá a leer. Al principio me costó poner en orden todas las ideas de aquella densísima confesión. Si soy sincero, creo que empleé más de una hora y media en leerla, releerla, digerirla y volverla a leer para repasar las frases que más me costaba creer. Cuando por fin terminé, dejé la carta en el sofá, me eché hacia atrás y me tapé con un cojín la cabeza. Al poco rato me levanté, entré en el dormitorio y traté de buscar su perfume en las sábanas, en mi bata, incluso en alguna de mis corbatas que anudé entre sus pechos más de una noche.

Al rato llamé al trabajo y les dije que aquella tarde no me esperaran. - "¿Qué te ocurre?", me preguntó la secretaria. - "Tengo un cólico", le respondí. - "No fastidies, ¿nefrítico?", me preguntó con tono de preocupación. - "Cerrado. Me duele mucho y va para largo". Y colgué.

Por razones de pura intimidad no reproduciré aquí el contenido de toda la carta. Las frases que dedicó a rememorar nuestros momentos de pasión sólo pueden pasar de su mente a la mía por medio del papel y no deben salir nunca de ese tunel. Las confesiones de amor me hizo jurar con tinta roja que me las guardaría para siempre y no se las contaría a nadie. Del resto he extraído algunos párrafos que le aportarán al lector la información suficiente para entender mi desesperación:

'Te mentí respecto a la enfermedad de mi prima. La que estuvo enferma aquellos días fui yo. Enferma de miedo y enferma de cólera. Mi hermano, el que vive en Francia, se presentó de improviso en Madrid con un mensaje claro de mi familia. Es referente a algo que llevaba discutiendo con mis padres varios meses y por eso no quería ir a Marruecos por vacaciones. Sabía que si iba, la presión sería insoportable.'

'Mis padres me han concertado un matrimonio con un amigo de la familia. En realidad es un amigo de mi hermano, vive aquí en Marrakech y está muy bien situado. Es un chico agradable y mis padres llevan meses tratando de convencerme para que acepte. Piensan que a mi edad ya debería estar casada. '

'La supuesta enfermedad de mi prima se alargó varios días porque todas las razones que mi hermano esgrimía yo las rechazaba con vehemencia, con desesperación. Pero mi hermano venía con las ideas muy claras y las órdenes muy concretas. Los dos primeros días trató de convencerme con la mejor de sus sonrisas y un montón de abrazos y arrumacos. "Mi hermanita del alma casada con mi mejor amigo", no paraba de repetir. Al tercer día, viendo que no conseguía ningún avance empezó a presionarme de forma menos simpática. "La decepción que se llevarán nuestros padres será muy grande", "Toda la familia, incluso los tíos de Fez y Al Jadida están muy ilusionados y no puedes, ¡no tienes derecho a hacerles esto!" y frases parecidas. Las frases de los dos últimos días no te las voy a repetir porque me cuesta escribirlas y a ti te costaría leerlas.'

'Al final se fue, dejándome bien claro que volverían a por mí. Una y otra vez me repetía que no tenía ningún derecho a decepcionar así a mi familia. Pegó un portazo y se largó dando gritos.'

'El lunes pasado volvió a aparecer por aquí con un primo de Fez y ni siquiera me dejó ir a la panadería. Me obligó a llamar y decirles que me iba a Marruecos. Se quedaron desoladas. Les dije que seguramente irías por allí preguntando por mí, pero que no te dijeran nada, que inventaran cualquier excusa. Toda esta locura no podía llegarte por boca de otros. Ellas ya saben que no volveré.'

'Cuando estaba detrás del mostrador se me hacían inmensos los 20 metros que me separaban de tu casa, de tu dormitorio. Ahora viviremos separados por un mar, por unas montañas. Alrededor de Marrakech está el desierto.'