jueves, 17 de julio de 2008

El binomio fantástico


Para Gianni Rodari, en su Gramática de la fantasía, "el binomio fantástico" se podría explicar del siguiente modo:

Son necesarios dos polos eléctricos para provocar una chispa; ningún concepto existe sin su opuesto. De este modo, una historia sólo puede nacer de un binomio fantástico. Pero el binomio "caballo-perro", por ejemplo, está compuesto por dos ideas fácilmente asociables en un mismo contexto; por eso no promete nada excitante. Es importante escoger dos palabras que guarden entre sí una cierta distancia —"perro" y "armario", por ejemplo—, y con ellas construir una historia en la que esos dos elementos extraños puedan convivir. Por eso es bueno elegir esos términos por azar. Y después liberar a las palabras de sus usos habituales, de la cotidianeidad que las envuelve. Los dos términos elegidos deben ser lanzados uno contra el otro en un espacio nuevo, inexistente hasta ese momento.
Pues a partir de esta idea, seleccioné entre las siguientes parejas que me vinieron a la mente:
  • Maridaje – aspirina
  • Desfibrilador – usurero
  • Trufar – amnesia
  • Sueños rotos – engranaje
y me ha quedado el siguiente relato.

Un desfibrilador para el usurero

Rafael, el usurero del barrio, es un tipo entrado en años y con pelo escaso y casposo. Aún le cubre la frente, pero le cae como a chorros hacia abajo. Entre pelo y pelo se pueden ver los surcos marrones de su usura. Cuando más se cabrea, se pasa la lengua por el borde de sus paletas y aprieta. A veces aprieta tanto, que en su lengua aparecen dos rectángulos finos y alargados de una sangre roja oscura.

Hay quien asegura haberle visto arrugar la estampa de la Virgen entre sus manos mientras la sangre medio coagulada le asoma por la comisura de los labios. En esos momentos, ¡ay del usurado que esté delante! Si Rafael aprieta sus paletas huecas hasta convertir la saliva en vino, el usurado dobla las rodillas y suplica, suplica hasta el llanto y le ofrece a su mujer mientras sus hijas le agasajan para que les perdone o les retrase la deuda. Pero Rafael es también un santurrón y se ofende cuando alguien le quiere regalar este tipo de favores. Se ofende, pero se relame.

Rafael les amenaza con destrozarles la casa, con reventarles el negocio, con desprestigiarles en el resto de la ciudad. Rafael vocifera y se escandaliza de que le tomen por necio, de que abusen de su buena fe. Rafael habla de sí mismo en tercera persona. Pero las amenazas las hace él directamente, porque, aunque es viejo, se siente con fuerzas; porque se pasea por el barrio con suficiencia, porque mira a un lado y al otro de la acera y observa cómo los dueños de las tiendas se esconden detrás de sus mostradores a su paso.

Rafael a veces acude a reuniones sociales y se viste de blanco. Se apaña el pelo malamente con un poco de gomina y un poco de agua, pero sin grandes resultados. Lleva a su mujer siempre detrás y nunca deja que le haga sombra. Habla con obispos y políticos. Les ofrece sus servicios, les financia sus campañas, pero siempre pide algo a cambio. Ellos le dan la mano con una sonrisa forzada y al darse la vuelta agrian la imagen del rostro de forma ostensible. ‘El dinero nunca llega oliendo a jabón de la Toja’, piensan.

Si su mujer se aburre y se pone pesada, la manda a alguna joyería de las usuradas a que se agencie un collar o una pulsera de oro. Más de una vez, cuando le hace caso, su mujer se ha encontrado las joyerías cerradas a las 6 de la tarde. ‘Juraría que cuando crucé la esquina estaba abierta’, llegó a pensar la luminaria.

El otro día Rafael fue a visitar a Venancio. Entró en la tienda dando un portazo. Las campanillas que anuncian las llegadas de los nuevos clientes reventaron a su paso. Sonaron a silencio agudo. Venancio lo miró a los ojos y aguantó la mirada cinco segundos. Rafael pegó un puñetazo en la mesa y preguntó por su dinero. Venancio le dijo que lo tendría la semana que viene, que aún era pronto y no le había sido posible obtenerlo.

Esta vez Rafael no se mordió la lengua. Esta vez la saliva sanguinaria dio paso a una risa estruendosa. Rafael se apoyó en uno de los armarios donde se mostraban los relojes e insistió en su risa durante más de 20 segundos. Paró de reír mientras se aflojaba la correa del pantalón, que le empezaba a molestar. Pero continuó con su ataque y la emprendió con los relojes. De la risa pasó a la cólera, y con la cólera arrastró los cristales de la vitrina hasta que se resquebrajaron. Pero cuando empezaba a tirar los relojes al suelo, notó como una mano le agarraba del brazo. Rafael intentó zafarse con furia, pero no consiguió el más mínimo avance en su movimiento. Realizó un segundo intento y la cosa fue a peor. Entonces giró la cabeza y se dio cuenta de que el hijo de Venancio se había hecho mayor. Los meses anteriores, mientras Nico veraneaba con su tía en la costa, había sufrido unas fiebres terribles y el mes de Septiembre se presentó en el barrio con 20 centímetros más. Nico era ahora un mozalbete de casi dos metros y no estaba dispuesto a que Rafael rompiese una sola pieza de la tienda de su padre.

Rafael estaba rojo de furia. Nunca nadie se había atrevido a esto. Lo intentó una tercera vez, pero ya no le fue posible moverse ni dos centímetros. Incluso sintió un dolor terrible en el brazo derecho, el que tenía sujeto. Era la primera vez que alguien se le enfrentaba en el barrio. Pero antes de que pudiese gritar todas las amenazas que se pudrían entre los surcos de su asqueroso pelo, Rafael se sintió desfallecer. El brazo le dolía horrores, como si un reuma agudísimo le hubiera atacado en cuestión de segundos. Nico advirtió su debilidad y lo soltó. Rafael se cayó al suelo sujetándose con una mano el corazón.

Venancio, que desde hacía un rato necesitaba apoyar las manos en el mostrador para mantenerse en pie, se dio cuenta de la gravedad del asunto. Se acercó a Rafael sin acertar a decirle nada a su hijo y palpó la cara del usurero. Estaba pálida y de sus labios ya no salía ni saliva, ni sangre, ni palabras. El usurero se ahogaba irremediablemente y Venancio le daba guantazos en la cara de pura desesperación. Nico seguía de pie, mirando fijamente a Rafael, con un gesto serio y distante.

De repente Venancio se acordó de su vecino, Faemino, que tenía una farmacia a veinte metros de la joyería. Le deshizo el nudo de la corbata al usurero, le desabrochó los botones de la camisa y mirando a su hijo, dudó un momento y se fue corriendo él mismo hacia la farmacia.

Un rato después aparecieron Faemino y Venancio por la puerta ruidosa con un aparato entre sus manos. Era un desfibrilador de última generación, de los que ahora se ponen en los estadios de fútbol. Faemino siempre había sido un profesional ejemplar y pensó que en una farmacia sería vergonzoso no disponer de uno.

Le desabotonaron de nuevo la camisa – ‘¿por qué se la habrá vuelto a abrochar?’, pensó Venancio - y le colocaron el desfibrilador automático encima. ‘Habría que rasurarle, tiene mucho pelo’ decía Faemino, pero no hay tiempo. Rafael estaba cada vez más débil, como si la sangre ya no le llegase a la cabeza. Venancio y Faemino miraban la cara del usurero y se desesperaban. Con los electrodos colocados de mala manera, comenzaron con las descargas. Las programaban y el aparato, unos segundos antes de darla, informaba de que todo el mundo se separase del cuerpo para no interferir. Así realizaron la operación unas 20 veces. Pero el usurero iba a peor. Ni su ritmo cardíaco mejoraba, ni el color de su cara tampoco. Es más, ahora ya no estaba pálido, sino que había comenzado a ponerse morado.

Cada vez que realizaban una descarga, Venancio y Faemino se separaban del cuerpo. Poco a poco, al ver que las descargas no surtían efecto, se separaban unos pocos centímetros y volvían a acercarse al usurero que a medida que pasaban los segundos era más cadáver.

La última la programaron a la desesperada, con toda la potencia que permitía. Y se echaron hacia atrás bruscamente cuando el aparato emitió su señal de aviso. En ese instante, Venancio, con las manos apoyadas en el suelo, contempló con horror la correa del usurero. Estaba apretadísima. Es más el clavo de la hebilla estaba enganchado en un agujero que distaba unos cuantos centímetros del último orificio vacío. Miró de nuevo a la cara de Rafael y pudo constatar con toda certeza que había pasado a peor vida. Se acercó más a su cintura y trató de desabrocharle la correa. Le costó un horror sacar el clavo de la hebilla. Y cuando lo consiguió pudo comprobar rápidamente que era un agujero irregular, hecho a mano, deprisa y corriendo. Completamente distinto a la secuencia de orificios que traía la correa.

Lentamente, sin haber sido capaz aún de borrar de su rostro el pánico, Venancio se acercó hacia el ya difunto santurrón y le bajó temerosamente el pantalón. Las señales de la correa eran muy evidentes debajo de la barriga de Rafael. Nico seguía de pie, con la expresión grave y no movió un solo músculo cuando su padre le lanzó una mirada suplicante.

Venancio se levantó, caminó hasta la trastienda y nada más echar hacia un lado las cortinas vio la caja de destornilladores para relojes encima de la mesa. Echó de menos uno. Era el que utilizaba para hacer agujeros en las correas antiguas.

2 comentarios:

ada_32 dijo...

La novela de Faulkner de la que no recordaba el título (tengo menos memoria que un spectrum)es Santuario. Es una novela maravillosamente escrita y muy fácil de leer, pues yo me la leí cuando estaba en el instituto y me gustó tanto que poco después la releí. Aquí te dejo un copy/paste de internet sobre la trama de la novela:
Esta es la historia en extravagante y violento paralelo de un par de fracasos sexuales. Por un lado fracasa el matrimonio de Horace Benbow, harto de comprarle a su mujer gambas todas las semanas, pues le disgustan las gambas y su olor tanto como le gusta la hija de su mujer, Little Belle, su hijastra. Y fracasa, al menos técnicamente, la violación de Temple Drake, una virgen sureña de diecisiete años, porque su violador, Popeye, ha de acudir a una mazorca de maíz para tener algo con lo que violar. Albert Camus decía que Santuario era la mejor novela de Faulkner. A Faulkner le parecía «una idea barata deliberadamente concebida para ganar dinero».

La escribió en tres semanas, recurriendo a «la historia más horrorosa que pude concebir» y, cuando la envió a su editor, Harrison Smith, éste le escribió casi a vuelta de correo: «Dios mío, yo no puedo publicar esto. Ambos terminaríamos en la cárcel».

FactotumChin dijo...

¿Esas cosillas leías tú en el instituto? Vaya, vaya ... Tiene buena pinta. Quizás me haga con ella.
Gracias por el consejo.