miércoles, 30 de julio de 2008

Un relato en segunda persona


Me piden que cambie de voz al escribir. Se trata de construir un relato en segunda persona. El discurso ha de ir dirigido, pues, a alguien, a un tú determinado. No es válido acudir al fácil recurso de la carta. No. El texto se debe justificar por su mismo contenido.

La voz debe sonar natural, quizá con matices afectivos (enfado, reproche, cariño...) y tiene que ser verosímil el hecho de estar dirigido a determinada persona. Al estar expuesto en segunda persona, el discurso se ha de aproximar al lenguaje oral, aunque no tanto como para que se convierta en un diálogo.

Esto último, lo del lenguaje oral, no creo haberlo conseguido. En realidad, con tanto calor, las hormonas y un poco de escritura automática, los matices, más que afectivos han resultado freudianos. Vamos, que al final he escrito lo que me ha dado la gana.

De todos modos, por favor, que nadie se me enfade: sé que es un relato políticamente poco correcto. Pero es una mera ensoñación. Digo esto porque en el curso de escritura creativa ya he tenido varias respuestas femeninas un poco ofendidas. Nada más lejos de mi intención.

Ideas y cremalleras

Trato de abrochar la cremallera de tu abrigo, pero el engranaje está atascado y yo tengo frío, no tanto como tú, pero también estoy temblando. Lo intento una vez más, juntando las dos piezas de abajo con obligada torpeza. Pero cuando voy a subir me topo con una barrera insuperable. Siento que por más fuerza que haga ese cierre no subirá nunca. Otra cosa es que tuviese que bajar.

Quiero subírtela, porque cuando lleguemos a la habitación del hotel pienso bajártela. Pienso acariciarte la mejilla cuando estemos los dos juntos en el ascensor. Y sé que mientras lo haga por tu mente estarán pasando mil ideas y en casi todas querrías que eso no estuviera pasando, que yo no te estuviera acariciando y que en tu cuerpo no hubiese tantas cremalleras que bajar. Aunque no lo manifiestas, en tus ojos se ven algunos pensamientos más. Unos son ambiguos, otros son fuego, quizás alguno ya sea ceniza.

Estoy decidido a insistir. Mientras las puertas del ascensor se cierran automáticamente, dejo que camines por el pasillo del hotel. Y tan pronto empiezo a andar a tu espalda, te miro descaradamente el trasero; porque sé que cada segundo que esté mirando tus andares, muchas de las sensaciones negativas se habrán fulminado. Continúo haciéndolo aunque tú cambies el paso porque sientas mi mirada y te pongas nerviosa. Y así llegamos a la puerta de la habitación. Deduzco que para entonces ya has perdido otras tantas piedras de tu barricada. Lo sé porque uno de tus traspiés ha sido cómico; el tacón se te ha enganchado en una arruga de la alfombra y te han flojeado las piernas, las rodillas se te han doblado como si fueran de goma y te ha costado un esfuerzo notable mantener el equilibrio.

Es evidente que aún tienes razones de sobra para decirme que duerma en mi habitación, pero entretanto dudas me adelanto y te paso el dedo por la espalda, suavemente, con trayectoria descendente desde tu cuello hasta el final de esa línea curva que da paso al comienzo de las hostilidades; lo hago muy despacio, tanto que no atinas a meter y sacar la tarjeta de la puerta. Cuando mi dedo viaja entre tus omóplatos, el pilotillo de la puerta aún está en rojo. Y eso te pone más nerviosa, porque sabes que tanto tardes en conseguir que se ponga verde, tantas esperanzas de resistencia perderás. En realidad, cuando mi dedo ya se encuentra en las vértebras más cercanas a tu cintura, eres consciente de que has sufrido una sangría.

Entras en la habitación, te dispones a quitarte la ropa y embutirte en el pijama. Hay mucha confusión en tu rostro, pero prefieres evitar que yo te desnude. Así que con gestos aparentemente seguros comienzas a bajar la cremallera de tu abrigo, hasta abajo. Me inclino rápidamente hacia ti, reaccionando nervioso. En un arranque de reflejos irracionalmente vanidosos intento parar tus movimientos. La cremallera ya está abajo, pero no la has podido extraer, porque el engranaje todavía sigue dañado y se ha vuelto a atascar. Maniato tus dedos con los míos, haciendo presión hasta que noto como tus brazos dejan de luchar. Separo tus dos manos de la cremallera y te la subo yo mismo hasta la altura en la que estaba cuando pasaste por la puerta.

Pasados unos segundos de expectante silencio, comienzo a bajarla despacito. Cada diente es una casta impostura que se pierde, así que me aseguro de que el cierre llegue hasta abajo. Como era de suponer se vuelve a atascar. Lo rompo. Te quito el abrigo manga tras manga, lo tiro al suelo y te apoyo en la pared. Tus ideas disuasorias están ya en números rojos, lo que te transmite una terrible flojera y te impide luchar con verdadera solidez. Sin dilación me aplico con la cremallera de tu blusa. Como estás apoyada en la pared, te separo ligeramente y paso mis dedos por tu espalda, por encima de la camisola. Entro en contacto con la pequeña manivela y comienzo a descender, diente por diente. La blusa se va abriendo en forma de uve.

En esos momentos no te quedan coartadas para resistirte, ni siquiera para luchar con la palabra como tantas veces has hecho. Extraigo tu camisola deslizándola por los hombros y hago que igualmente caiga a la moqueta. Mientras dejas salir un gemido de sensual resignación, pongo mis dedos en el botón de tu pantalón y lo desabrocho con un movimiento rápido y contundente.

Vuelven a pasar unos segundos. Acerco mis labios a los tuyos y comienzo a besarte. Sé que al principio el arco de los mismos no será pronunciado, pero poco a poco irás abriendo más y más tu boca.

Me dispongo a bajar la cremallera de tu pantalón, la última de todas. En ese momento noto que tus manos empiezan a desabrochar el mío.




jueves, 17 de julio de 2008

El binomio fantástico


Para Gianni Rodari, en su Gramática de la fantasía, "el binomio fantástico" se podría explicar del siguiente modo:

Son necesarios dos polos eléctricos para provocar una chispa; ningún concepto existe sin su opuesto. De este modo, una historia sólo puede nacer de un binomio fantástico. Pero el binomio "caballo-perro", por ejemplo, está compuesto por dos ideas fácilmente asociables en un mismo contexto; por eso no promete nada excitante. Es importante escoger dos palabras que guarden entre sí una cierta distancia —"perro" y "armario", por ejemplo—, y con ellas construir una historia en la que esos dos elementos extraños puedan convivir. Por eso es bueno elegir esos términos por azar. Y después liberar a las palabras de sus usos habituales, de la cotidianeidad que las envuelve. Los dos términos elegidos deben ser lanzados uno contra el otro en un espacio nuevo, inexistente hasta ese momento.
Pues a partir de esta idea, seleccioné entre las siguientes parejas que me vinieron a la mente:
  • Maridaje – aspirina
  • Desfibrilador – usurero
  • Trufar – amnesia
  • Sueños rotos – engranaje
y me ha quedado el siguiente relato.

Un desfibrilador para el usurero

Rafael, el usurero del barrio, es un tipo entrado en años y con pelo escaso y casposo. Aún le cubre la frente, pero le cae como a chorros hacia abajo. Entre pelo y pelo se pueden ver los surcos marrones de su usura. Cuando más se cabrea, se pasa la lengua por el borde de sus paletas y aprieta. A veces aprieta tanto, que en su lengua aparecen dos rectángulos finos y alargados de una sangre roja oscura.

Hay quien asegura haberle visto arrugar la estampa de la Virgen entre sus manos mientras la sangre medio coagulada le asoma por la comisura de los labios. En esos momentos, ¡ay del usurado que esté delante! Si Rafael aprieta sus paletas huecas hasta convertir la saliva en vino, el usurado dobla las rodillas y suplica, suplica hasta el llanto y le ofrece a su mujer mientras sus hijas le agasajan para que les perdone o les retrase la deuda. Pero Rafael es también un santurrón y se ofende cuando alguien le quiere regalar este tipo de favores. Se ofende, pero se relame.

Rafael les amenaza con destrozarles la casa, con reventarles el negocio, con desprestigiarles en el resto de la ciudad. Rafael vocifera y se escandaliza de que le tomen por necio, de que abusen de su buena fe. Rafael habla de sí mismo en tercera persona. Pero las amenazas las hace él directamente, porque, aunque es viejo, se siente con fuerzas; porque se pasea por el barrio con suficiencia, porque mira a un lado y al otro de la acera y observa cómo los dueños de las tiendas se esconden detrás de sus mostradores a su paso.

Rafael a veces acude a reuniones sociales y se viste de blanco. Se apaña el pelo malamente con un poco de gomina y un poco de agua, pero sin grandes resultados. Lleva a su mujer siempre detrás y nunca deja que le haga sombra. Habla con obispos y políticos. Les ofrece sus servicios, les financia sus campañas, pero siempre pide algo a cambio. Ellos le dan la mano con una sonrisa forzada y al darse la vuelta agrian la imagen del rostro de forma ostensible. ‘El dinero nunca llega oliendo a jabón de la Toja’, piensan.

Si su mujer se aburre y se pone pesada, la manda a alguna joyería de las usuradas a que se agencie un collar o una pulsera de oro. Más de una vez, cuando le hace caso, su mujer se ha encontrado las joyerías cerradas a las 6 de la tarde. ‘Juraría que cuando crucé la esquina estaba abierta’, llegó a pensar la luminaria.

El otro día Rafael fue a visitar a Venancio. Entró en la tienda dando un portazo. Las campanillas que anuncian las llegadas de los nuevos clientes reventaron a su paso. Sonaron a silencio agudo. Venancio lo miró a los ojos y aguantó la mirada cinco segundos. Rafael pegó un puñetazo en la mesa y preguntó por su dinero. Venancio le dijo que lo tendría la semana que viene, que aún era pronto y no le había sido posible obtenerlo.

Esta vez Rafael no se mordió la lengua. Esta vez la saliva sanguinaria dio paso a una risa estruendosa. Rafael se apoyó en uno de los armarios donde se mostraban los relojes e insistió en su risa durante más de 20 segundos. Paró de reír mientras se aflojaba la correa del pantalón, que le empezaba a molestar. Pero continuó con su ataque y la emprendió con los relojes. De la risa pasó a la cólera, y con la cólera arrastró los cristales de la vitrina hasta que se resquebrajaron. Pero cuando empezaba a tirar los relojes al suelo, notó como una mano le agarraba del brazo. Rafael intentó zafarse con furia, pero no consiguió el más mínimo avance en su movimiento. Realizó un segundo intento y la cosa fue a peor. Entonces giró la cabeza y se dio cuenta de que el hijo de Venancio se había hecho mayor. Los meses anteriores, mientras Nico veraneaba con su tía en la costa, había sufrido unas fiebres terribles y el mes de Septiembre se presentó en el barrio con 20 centímetros más. Nico era ahora un mozalbete de casi dos metros y no estaba dispuesto a que Rafael rompiese una sola pieza de la tienda de su padre.

Rafael estaba rojo de furia. Nunca nadie se había atrevido a esto. Lo intentó una tercera vez, pero ya no le fue posible moverse ni dos centímetros. Incluso sintió un dolor terrible en el brazo derecho, el que tenía sujeto. Era la primera vez que alguien se le enfrentaba en el barrio. Pero antes de que pudiese gritar todas las amenazas que se pudrían entre los surcos de su asqueroso pelo, Rafael se sintió desfallecer. El brazo le dolía horrores, como si un reuma agudísimo le hubiera atacado en cuestión de segundos. Nico advirtió su debilidad y lo soltó. Rafael se cayó al suelo sujetándose con una mano el corazón.

Venancio, que desde hacía un rato necesitaba apoyar las manos en el mostrador para mantenerse en pie, se dio cuenta de la gravedad del asunto. Se acercó a Rafael sin acertar a decirle nada a su hijo y palpó la cara del usurero. Estaba pálida y de sus labios ya no salía ni saliva, ni sangre, ni palabras. El usurero se ahogaba irremediablemente y Venancio le daba guantazos en la cara de pura desesperación. Nico seguía de pie, mirando fijamente a Rafael, con un gesto serio y distante.

De repente Venancio se acordó de su vecino, Faemino, que tenía una farmacia a veinte metros de la joyería. Le deshizo el nudo de la corbata al usurero, le desabrochó los botones de la camisa y mirando a su hijo, dudó un momento y se fue corriendo él mismo hacia la farmacia.

Un rato después aparecieron Faemino y Venancio por la puerta ruidosa con un aparato entre sus manos. Era un desfibrilador de última generación, de los que ahora se ponen en los estadios de fútbol. Faemino siempre había sido un profesional ejemplar y pensó que en una farmacia sería vergonzoso no disponer de uno.

Le desabotonaron de nuevo la camisa – ‘¿por qué se la habrá vuelto a abrochar?’, pensó Venancio - y le colocaron el desfibrilador automático encima. ‘Habría que rasurarle, tiene mucho pelo’ decía Faemino, pero no hay tiempo. Rafael estaba cada vez más débil, como si la sangre ya no le llegase a la cabeza. Venancio y Faemino miraban la cara del usurero y se desesperaban. Con los electrodos colocados de mala manera, comenzaron con las descargas. Las programaban y el aparato, unos segundos antes de darla, informaba de que todo el mundo se separase del cuerpo para no interferir. Así realizaron la operación unas 20 veces. Pero el usurero iba a peor. Ni su ritmo cardíaco mejoraba, ni el color de su cara tampoco. Es más, ahora ya no estaba pálido, sino que había comenzado a ponerse morado.

Cada vez que realizaban una descarga, Venancio y Faemino se separaban del cuerpo. Poco a poco, al ver que las descargas no surtían efecto, se separaban unos pocos centímetros y volvían a acercarse al usurero que a medida que pasaban los segundos era más cadáver.

La última la programaron a la desesperada, con toda la potencia que permitía. Y se echaron hacia atrás bruscamente cuando el aparato emitió su señal de aviso. En ese instante, Venancio, con las manos apoyadas en el suelo, contempló con horror la correa del usurero. Estaba apretadísima. Es más el clavo de la hebilla estaba enganchado en un agujero que distaba unos cuantos centímetros del último orificio vacío. Miró de nuevo a la cara de Rafael y pudo constatar con toda certeza que había pasado a peor vida. Se acercó más a su cintura y trató de desabrocharle la correa. Le costó un horror sacar el clavo de la hebilla. Y cuando lo consiguió pudo comprobar rápidamente que era un agujero irregular, hecho a mano, deprisa y corriendo. Completamente distinto a la secuencia de orificios que traía la correa.

Lentamente, sin haber sido capaz aún de borrar de su rostro el pánico, Venancio se acercó hacia el ya difunto santurrón y le bajó temerosamente el pantalón. Las señales de la correa eran muy evidentes debajo de la barriga de Rafael. Nico seguía de pie, con la expresión grave y no movió un solo músculo cuando su padre le lanzó una mirada suplicante.

Venancio se levantó, caminó hasta la trastienda y nada más echar hacia un lado las cortinas vio la caja de destornilladores para relojes encima de la mesa. Echó de menos uno. Era el que utilizaba para hacer agujeros en las correas antiguas.

Técnicas de Exorcismo


A pesar de lo que dije en la introducción de este blog, el otro día, gracias al curso de escritores, estuve practicando una técnica llamada "Escritura Automática". Solamente se me ocurren un par de cosas que procuren mayor placer exorcizante que ésta. Imagino que casi todo el mundo la habrá puesto en práctica alguna vez. Yo lo hice hace un par de días y me quedé más relajado que cuando ... Además, tardé más o menos lo mismo. La escritura automática puede llegar a ser muy rápida.

Ahí os dejo unas cuantas instrucciones de André Breton sobre esta técnica. Creo que los del manifiesto surrealista la utilizaban para buscar ideas. A mí de momento me sirve para liberar tensiones. Eso sí, el resultado no podrá ser publicado en este blog, a menos que antes me haya dado de alta en Legalitas.


Secretos del arte mágico del Surrealismo. Composición surrealista escrita, o primer y último chorro

Ordenad que os traigan recado de escribir, después de haberos situado en un lugar que sea lo más propicio posible a la concentración de vuestro espíritu, al repliegue de vuestro espíritu sobre sí mismo. Entrad en el estado más pasivo, o receptivo, de que seáis capaces. Prescindid de vuestro genio, de vuestro talento, y del genio y el talento de los demás. Decíos hasta empaparos que la literatura es uno de los más tristes caminos que llevan a todas partes. Escribid deprisa, sin tema preconcebido, escribid lo suficientemente deprisa para no poder refrenaros, y para no tener la tentación de leer lo escrito. La primera frase se os ocurrirá por sí misma, ya que en cada segundo que pasa hay una frase, extraña a nuestro pensamiento consciente, que desea exteriorizarse. Resulta muy difícil pronunciarse con respecto a la frase inmediatamente siguiente; esta frase participa, sin duda, de nuestra actividad consciente y de la otra, al mismo tiempo, si es que reconocemos que el hecho de haber escrito la primera produce un mínimo de percepción. Pero eso poco ha de importarnos; ahí es donde radica, en su mayor parte, el interés del juego surrealista.
No cabe la menor duda de que la puntuación siempre se opone a la continuidad absoluta del fluir de que estamos hablando, pese a que parece tan necesaria como la distribución de los nudos en una cuerda vibrante. Seguid escribiendo cuanto queráis. Confiad en la naturaleza inagotable del murmullo. Si el silencio amenaza, debido a que habéis cometido una falta, falta que podemos llamar «falta de inatención», interrumpid sin la menor vacilación la frase demasiado clara. A continuación de la palabra que os parezca de origen sospechoso, poned una letra cualquiera, la letra l, por ejemplo, siempre la l, y al imponer esta inicial a la palabra siguiente conseguiréis que de nuevo vuelva a imperar la arbitrariedad.

miércoles, 2 de julio de 2008

Albariño cosechero

Es un ejercicio de creatividad. Nos pidieron greguerías, aquellas que Ramón Gómez de la Serna definía como "humorismo más metáfora". Y yo, de nuevo, volví a hacer lo que me dio la gana. Definitivamente no soy un alumno obediente, pero es que ya estoy muy mayor - ya veo a los contertulios de Jaraiz torciendo el gesto otra vez - para según qué cosas.

  • Las barras de los bares suelen escuchar proyectos imposibles; las de los bares más tardíos llegan a ser testigos del reparto de beneficios.
  • Ese tipo de borrachos llevan los bajos de los pantalones tan arrugados que van soplando el polvo que pisan.
  • Había quedado con ella en el bar. Entró por la puerta y su pintura llegó hasta mí 10 segundos antes que el resto de su cuerpo. Su perfume ya estaba pidiendo otra ronda.
  • La caña de cerveza le arrastraba de lado a lado de la barra.
  • Me rechazó dos veces seguidas y nos acostamos.
  • Las estanterías de las tiendas de ropa son las bibliotecas de la pijería.
  • A los comentarios de las noticias en Internet hay que limpiarles la sangre coagulada que ha escupido la vena inflada del cuello.
  • Se despertó medio borracha tumbada en el parqué de mi salón y me preguntó: “¿te hago la cama?”
  • Cruzó la calle pisando las hormigas del asfalto. A mitad de camino su mirada se fue tras una minifalda sin ojos. La cerveza caliente tiró de él todo lo que pudo.
  • La vida le había etiquetado mucho antes de que le viese borracho en aquel andén del metro. Él despegó la etiqueta de la botella de Mahou y las superpuso.
  • Ese tipo de borrachos combinan los vaqueros sucios con una americana que les permita perder la elegancia pasadas las 12 de la noche.
  • Cuando apagó la televisión apuntó con el mando al hueso parietal.
  • Me pidió un billete de mil pesetas y yo se lo di pensando que andaba mal de dinero.
  • Era temprano, hablaba mucho, sin parar. Le puso la almohada encima, apretó, aguantó y al final ni siquiera terminaron de sonar las señales horarias.
  • Debajo de la pata más corta de su mesa coja residía toda su sabiduría.
  • La miré a los ojos y pensé qué me pediría para desayunar.
  • Se expresaba como Ortega, gesticulaba como Azaña, razonaba como Sócrates. Hablaba de los fichajes veraniegos.
  • “Muchas gracias por haberme invitado a esta encantadora velada. El café, por cierto, estaba asqueroso.”
  • La miré a los ojos y pensé a qué hora pasaba el siguiente tren.
  • Intenté mirarla a los ojos.
  • Se acercó a mi vera tocando el arpa en su oreja. Me obligó a ser invitado a una copa.
  • La miré a los ojos y me acordé de que no había tendido la ropa.
  • Le dije que sí y a los dos segundos ya teníamos hijos.
  • Le dije que no y reventó un vaso de tubo entre los dedos.
  • Le dije que sí y recordé porqué llevaba toda la semana pensando que le tenía que decir que no.
  • El cura la emprendió contra el erotismo de la película durante la homilía. Recordaba detalles increíbles.
  • El cura lo mojó con el agua bendita y el bebé se puso a llorar. Toqué el agua y estaba tibia.
  • Los lugares comunes arruinaron mi cita.
  • Separaba la basura obstinadamente. Ningún bar de los que elegí le gustó.
  • Ella me desnudó con ansia. Cuando yo comencé a desabotonar su camisa me pidió calma.
  • Intercambiamos sexo oral por apuntes escritos.
  • La invité al cine y me puso cara extraña. Cuando salimos aquella noche no necesité cruzar ni tres palabras.
  • La besaba en los labios mientras le quitaba los zapatos. Sin darme cuenta la besé en la frente.
  • Me pasé a las 7 de la mañana por Atocha y me tuve que quitar el traje de cigarra.
  • Gritaban los de la extrema derecha, quemaban banderas los de la extrema izquierda, hasta que chocaron espalda con espalda.

  • Me encaré con el tambor de la lavadora; su hambre de calcetines era insaciable.
  • En el filtro de atrás había rastros visibles del crimen.
  • Emparejé a dos calcetines huérfanos y aquella noche mi cita fue un desastre.
  • Cabreado, regresé a casa y puse otra lavadora. Mi camisa blanca enrojeció de furia.
  • Le pinté una franja amarilla en el centro y me fui a la Plaza de Colón a cantar el "camarero, camarero" con Pepe Reina.
  • Durante la calurosa celebración me abracé a una chica muy pechugona. Aparecieron dos ojos en la franja amarilla de mi bandera.

  • El comercial llegó a la oficina después de una comida con un pez gordo. Su dignidad excedía los 40 grados. Su profesionalidad se coló a patadas en mis orificios nasales.
  • A los entrantes le sonó el móvil. De primero me pedí un zapato con clavos a fuego lento y dos bollos de pan. Le robé su tenedor.
  • En aquella tienda de campaña se respiraban 40 grados ronquígrados. A las 5 de la mañana le di vida a una cebra a la sombra de la luz de la luna.
  • A los entrantes le sonó el móvil. Me fui de vacaciones con la familia del camarero.
  • Prestado de Carolina: El enchufe le hizo el amor a la toma y el coito fue tan salvaje que saltaron los plomos.
  • Para Carolina: El enchufe divisó al fondo del salón una regleta y se fue al armario a por una pastillita azul.
  • Un poco negro: Durante la orgía alguien pisó el extremo de la regleta y el enchufe se sintió desnudo en mitad de una morgue.
  • Él estaba en el dormitorio desnudo. Ella estaba en el dormitorio desnuda. Hicieron el amor hasta que se terminó la batería del móvil.

Éstas sí que son buenas, de José Luis Alvite (Almas del nueve largo), libro recomendado por Call me Ishmael:

  • "En casa el ambiente no era malo, pero había alcanzado con su mujer ese grado de objetiva familiaridad que hace que el sexo en el matrimonio parezca incesto"
  • "¡Dios santo! Incluso cuando salían del coche para cambiar de sitio el tedio, ella le cogió del brazo mientras conducía"
  • "Llevaba cuatro años casado y aunque Chester lo puso todo de su parte, fue como regar con semen la estatua de la Libertad."