jueves, 19 de junio de 2008

Saber o inventar la verdad

Retocado con una pequeña historia


Diluviaba en la calle. Para ser el último día del Puente, las gotas caían con rabia, como si les faltase tiempo. Mi amigo y yo nos introdujimos a la carrera en un restaurante sencillo, pero con buen aspecto. Entrando por un amplio aparcamiento aparecía una casa de las de antes, con sus paredes de piedra y muros bien gruesos.

- "¡Ahí no se tiene que comer mal!".

- "Sí. Tampoco está el tema como para ponerse exquisitos."

En el momento que atravesamos las cortinillas que daban acceso a la barra, aunque estábamos empapados, nos fijamos en aquel personaje de otra época. Llevaba un traje impecable, de color azul marino con camisa blanca. La corbata granate, por supuesto. El flequillo apenas se sostenía a pesar del derroche de gomina que brillaba en la distancia. Impecablemente afeitado, las huellas del paso del tiempo saltaban a la vista en su fino rostro de caballero de Castilla.

Mientras transportaba los platos de los comensales con gracia y soltura, ondeándolos ligeramente como un niño ondea las palmas de las manos cuando hace viento, le daba tiempo a regañar y presionar al resto de los camareros encargados del salón.

Nos sentamos a tomar algo en tanto que decidíamos si comer en el salón o tomar simplemente unas raciones en la barra. Y antes de que pudiésemos pedir, de nuevo el torbellino apareció por la puerta que comunica la barra con la cocina, argumentando con todo tipo de aseveraciones irrefutables la bronca que le acababa de echar a la cocinera. - "Si yo traigo a alguien a casa, le doy lo mejor que tengo y no esta basura. Si quiero que vuelva, claro. Si no…". Creí entender.

Nos miramos algo divertidos y mi amigo hizo un primer intento de preguntarle si tenía una mesa libre en el restaurante, mientras yo abría el periódico por la página de política española. Absorto en las últimas secuelas de la crisis económica noté que alguien se dirigió a mí con prisas más que evidentes y un punto exagerado de seriedad que era incapaz de controlar:

-"¿Van a comer los señores en el salón?", me preguntó con tono contundente.

-"Eh… sí, él y yo. Una mesa para dos, claro.". Acerté apenas a decir, asomando mi cabeza por detrás del periódico.

Inmediatamente le hizo un gesto a uno de los camareros y desapareció. - "¿No le ibas a pedir tú la mesa?". Le pregunté a mi amigo. - "Sí. Pero no me ha hecho ni caso. Se ve que le ha gustado más cómo ibas tú vestido". Arqueé las cejas y con un leve giro de cuello apunté hacia la entrada del comedor.

Nos sentamos en la segunda mesa a la derecha según entramos en un salón muy alargado. Nos dimos cuenta de que la primera mesa de esa fila, en realidad era un escritorio gigantesco con un montón de papeles y facturas. En una esquina estaban las tarjetas del restaurante y las del propio Raimundo Fernández de la Roda, nuestro encantador gerente. En el otro una calculadora grande, de las que se estilaban en los años 80. Encima, un cuadro con un mapa de Europa del Siglo XIX. Busqué, pero no encontré la foto de su señora por ninguna parte.

Aquel era el centro de mandos de Raimundo. Desde allí emitía las facturas de todas las mesas – escribiéndolas a mano -, controlaba a clientes, regañaba a todos los camareros. Bueno, a casi todos.

- "Tardes enteras se habrá pasado ahí el colega revisando la carta, cambiando los cuadros de sitio, preguntándose qué le falta al restaurante para dar el salto al estrellato". Un primer análisis psicológico cortesía del que escribe.

- "Para mí que cuando el restaurante cierra, uno por uno van pasando los camareros a que les lea la cartilla". Aportaciones de mi acompañante.

- "¡Menudo acojone!"

- "No sé por qué, pero creo que el gordito del pelo repeinado se sienta a la derecha del padre". Mi amigo expresó sus primeras intuiciones.

- "Sí, ¿verdad? A mí también me da la impresión de que tiene más libertad que los otros". Corroboré sin más datos que ofrecer.

La chica que vino a atendernos nos recitó con innegable esmero y detalle los platos más interesantes de la carta. Nos sirvió el vino a base de elegantes movimientos, bien medidos, pero algo rígidos, ejecutados como con preocupación. La calidad del servicio era alta y llamativa. Los sudores de la chica también.

- "Detrás de esta demostración está la mano dura de Raimundo". Dijo mi amigo, sonriendo a la chica cuando se iba.

- "Por cierto, ¡el vino está cojonudo!". Dije yo, tratando de cambiar de tema.

- "Ya te digo, pero… no sé. Algo hay en todo esto que no me acaba de encajar". Mi amigo es un poco pasante1.

- "¿Ya estás elucubrando? Seguro que no podremos comer tranquilos". Me quejé a sabiendas de que yo mismo le había alentado en sus pesquisas.

Al fondo del salón un camarero se equivocó con las bebidas. Le habían pedido una cerveza y una Coca-cola y trajo una clara y una Fanta de limón. Pidió perdón varias veces, con insistencia. Se dio la vuelta y salió con marcha rápida para la barra tratando de subsanar su error sin que el gerente se diese cuenta. Mala suerte, el Gran Hermano ya estaba al tanto de lo sucedido. - "¿Cuántas veces tendré que decirte que hay que estar siempre al ciento cincuenta por cien? Te piden dos bebidas y te equivocas. ¿Qué harás cuando tengas que atender a una mesa de una boda? ¡Vaya panda de inútiles!"

- "¡Joder chaval, la que le ha caído! Este tío es de la vieja escuela, está claro." No pude evitar el comentario.

- "Ahí va el gordito privilegiado. A ver si se luce...", dijo mi amigo sin perder detalle.

Con mucha diligencia llevaba la botella de vino, un Finca la Estacada conquense – imposible distinguir más datos - y el sacacorchos profesional, el que llevan los grandes camareros. Pasó la navajilla alrededor del cuello superior de la botella, cortando el taponcito de fino aluminio con una técnica casi perfecta. A continuación introdujo la espiral del sacacorchos, girándolo mientras contaba las bondades del caldo a los comensales, mirando directamente a sus ojos. Y tiró con contundencia, seguro de que el corcho saldría de una sola pieza, con ese golpecito que acompaña al sonido seco procedente de las entrañas del vacío. Pero el sonido no sonó y efectivamente extrajo una pieza de corcho, aunque no entera. La otra se había quedado atascada en el cuello de la botella.

A la cara de incredulidad del bien peinao se unió el gesto algo incómodo de los clientes. Mi amigo inmediatamente giró el cuello en dirección a Raimundo. La catarsis estaba cerca. Yo giré el cuello alternativamente sin querer perderme la expresión del gerente ni lo que acontecía en la mesa. El camarero, presa del pánico, trató de introducir el corcho hasta dentro, presionándolo con la punta de la espiral. El corcho se resistía, pero cuando al final lo consiguió, unas cuantas gotas de vino saltaron hacia arriba, cayendo en el mantel. Sin pararse a pensar ni un segundo, se dispuso a verter vino sobre el vaso de la señora. Y vino vertió, pero después de los trocitos de corcho que cayeron dentro de la copa. Llegados a este punto, pensó que lo mejor era rendirse, pedir disculpas y repetir la operación con otra botella de vino y copas nuevas.

Según se alejaba de la mesa, le seguimos cada paso con los ojos, esperando que llegase a la altura del escritorio. Raimundo se levantó con la cara aparentemente desencajada y se acercó al gordito dispuesto a cualquier cosa. Una vez estuvo a su vera le pasó la mano por el hombro y le dijo: - "Tienes otra botella igual en la cava. Ten cuidado con los reservas; como el corcho lleva tanto tiempo dentro, se puede pegar a las paredes de la botella". Y le dejó marchar.

- ¡Amos2 no me jodas!". Es lo único que acerté a exclamar.

- "¡Vaaaaya tela! Fijo que el repeinao es su hijo". La investigación seguía abierta.

A los pocos minutos, mientras seguíamos discutiendo incrédulos por lo que acabábamos de ver, la camarera que nos sirvió antes el vino, nos trajo los primeros platos. Al tiempo que los colocaba cuidadosamente en la mesa, mi amigo no pudo reprimir su instinto. - "Oye, disculpa. ¿Me podrías decir si el camarero repeinado, sí el chico que está un pelín… ya sabes, gordito, si es hijo del gerente?". Adiós a la discreción y a la cordura. La camarera, evidentemente incómoda por la preguntita se limitó a decir: - "No, no lo es". Dio media vuelta y se marchó.

- "A ti se te ha ido la pinza chaval. Pero ¿cómo se te ocurre preguntarle eso? ¿No te das cuenta de que la has puesto en un brete?", le dije entre los últimos estertores de vergüenza ajena que aún sentía.

- "Joder, quiero enterarme de lo que pasa. Está claro que ese chaval tiene enchufe. Además, yo creo que se dan un aire". Me respondió seguro de su perspicacia.

Así pasamos el resto de la comida, discutiendo sobre lo acontecido, sin llegar a ninguna conclusión definitiva. Y pedimos la cuenta. La camarera nos la trajo rápidamente en una bandejita que dejó encima del mantel. Mi amigo volvió a la carga: - "Y ¿no son ni siquiera familia, tío – sobrino?". La chica le miró con perplejidad durante menos de un segundo y se fue sin responder. Dejamos los billetes encima de la bandeja y le hicimos un gesto a la jovencita para que los recogiese. Ésta llegó, cogió al vuelo el canastillo con el dinero y salió al trote de nuestra mesa antes de que volviésemos a importunarla.
Al mismo tiempo que se le escapaba la camarera, mi amigo sintió un pisotón rápido y contundente por debajo de la mesa. No pudo reprimir un gesto de sorpresivo dolor.

- "¿Qué haces tío? ¡Me has hecho daño!", reaccionó casi de inmediato.

- "Un esguince te tendría que haber hecho. ¿Quieres dejarla ya en paz? ¿No ves que no te va a decir nada? ¡Nos estás poniendo en evidencia!". Cuántas veces me habrá dicho eso mi madre.

- "¡Qué mala bestia eres! Estoy seguro de que esos dos son familia". Y dale.

- "Pues yo creo que si esos dos fueran familia, entre estas paredes se habría cometido algún que otro… incesto".



Notas aclaratorias

  1. Pasante: término que se utiliza para designar de forma peyorativa a las personas cotillas en ciertos lugares de Castilla-La Mancha.
  2. Amos: Contracción vulgar del tiempo verbal "vamos". También muy habitual en la Mancha.

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